No todos los tiranos caben en la ficción

Ilustración: Donají Marcial

Y no tiene que ver si algunos son más pueriles que otros, si la insulsez de un dictadorcillo centroamericano es más o menos estrafalaria que los excesos babilónicos de un caudillo petrolero. Tampoco se supedita a qué tan benévolo es el relator, de suyo una condición del alma de los novelistas y cuentistas latinoamericanos más exitosos. Es que al final, por más galones y charreteras de mariscal que José Arcadio le puso a su uniforme, por más frases en latín del Primer Magistrado y por más vaguedades acerca de los apetitos y aficiones del Señor Presidente, ni García Márquez ni Carpentier ni Asturias elevaron de su miseria moral a esas y a ninguna otra de sus aproximaciones a la figura del tirano.

Aunque la psicología del poder y sus devastadores efectos en la naturaleza humana son motivo literario desde hace milenios -el bíblico rey Saúl, Hun-Camé y Vucub-Camé del Popol Vuh o el Gunter del Cantar de los Nibelungos para más referencias- estas cavilaciones están circunscritas a los últimos 75 años de narrativa latinoamericana contemporánea sobre la dictadura.

O quizá es más preciso decir que desde Miguel Ángel Asturias y su El Señor Presidente, publicada hace siete décadas y media, hubo una profusión de trabajos sobre el autoritarismo en la región, originalmente ni siquiera como una denuncia ni como una reflexión sino como un estudio sin pretensiones sobre ese rasgo que parecía tan inherente y connatural a América Latina en aquel momento. Mientras al otro lado del Atlántico los tiranos fascistas se suicidaban en un búnker o eran apaleados en Piazzale Loreto, las repúblicas del subcontinente celebraban el triunfo de los Aliados pero no comulgaban con las reivindicaciones democráticas occidentales ni con la Declaración de los Derechos Humanos.

Para un escritor guatemalteco de los años 20, que es cuando Asturias comenzó a escribir su ópera prima, la idea de un dictador omnipresente, controlador social efectivo, con un influjo tal sobre la convivencia social que podía llevarla del horror a la simpatía en un parpadeo, no suponía mayor imaginación sino básicamente disciplina descriptiva. Es que así como la consolidación del Estado nacional llevó a algunos países sudamericanos a un predominio oligárquico blando y a ejercicios de liberalismo conservador sustentados en una democracia formal de participación restringida, en América Central este proceso devino en dictaduras no por civiles menos precoces como la del nefasto Manuel Estrada Cabrera, que gobernó Guatemala durante 22 años.

Estrada fue un adelantado: intrigó para modificar leyes, suspendió garantías constitucionales, eliminó la libertad de prensa y la libre asociación y controló los poderes legislativo y judicial, instalando en esas posiciones a peleles cuya único mérito era que le adulaban. Pero permaneció tanto tiempo en el poder -después suyo sólo Alfredo Stroessner en Paraguay y Fidel Castro en Cuba detentaron gobierno más tiempo que él- que su permanencia en la silla fue la condición cuasinatural para dos generaciones de guatemaltecos. No importaba cuándo ni dónde, si naciste durante las primeras dos décadas del siglo XX, él ya estaba ahí.

Así como Asturias escribió sobre la pesadilla, más preocupado por los hombres y mujeres que la padecen que sobre el camino que llevó a una nación hasta ese horror, treinta años después los genios del boom latinoamericano se referirán al oprobio autoritario empecinados en subrayar que el poder omnívoro y totalitario lleva asociada una decadencia y en hacerlo como una reflexión universal, desinteresados en recrear cómo las repúblicas se transforman en esperpento.

Por eso aunque se trate del déspota ilustrado de Carpentier en El recurso del método, del general de pistola en mano y fusta caliente como el despiadado Chivo de Vargas Llosa, de dictadores tan a secas como el de Yo, el Supremo de Roa Bastos o «el Macho» de El Otoño del Patriarca, o incluso del cacique de Comala de Juan Rulfo, las líneas que explican cómo la comunidad llegó hasta ese derrotero y esa derrota son pocas o ninguna. Es que la transición del predominio oligárquico a dictaduras que de venales pasaron a represivas y homicidas fue acelerada en la medida que las masas obrera y campesina comenzaron a adquirir más conciencia política. La primavera de los dictadores fue tal que simultáneamente, en los 50, Nicaragua tuvo a Somoza, Dominicana a Trujillo, Cuba a Batista, Paraguay a Stroessner y Colombia a Rojas Pinilla. Antes de que Estados Unidos entrenara al primero de sus estudiantes en la Escuela de las Américas, la democracia ya enfrentaba terreno hostil para florecer en el subcontinente.

Por lo mismo, ese tránsito político no era motivo de interés literario, porque no hubo una sensación de agravio sino más bien de agravamiento.

La precarización de garantías y derechos ciudadanos que se aceleró con el anticomunismo sesentero y llevó a los sistemas políticos continentales hacia 1977 a una relación de 16-4 entre regímenes autoritarios y democráticos (y eso incluyendo a México entre los segundos por pura indecencia metodológica) equivalió a subir la grada siguiente en la tensión entre Estado y poder económico con las masas trabajadoras. En ese trayecto, sólo un sector burgués de la sociedad latinoamericana tuvo una sensación de pérdida, capas medias que gozaron de la concentración del ingreso pero que luego vieron amenazada su estabilidad por las exacerbadas contradicciones sociales y la radicalización política.

Los personajes de esa época, López Arellano, Bánzer, Torrijos, Pinochet, Videla, Arturo Molina o Carlos Romero, ya no fueron ficcionables. Del horror de esos años sólo se nutrieron los documentalistas y los investigadores forenses mucho tiempo después, cuando el final de la pesadilla y un incierto florecimiento democrático visitaron la región. Y a la vista de los pétalos que emergieron de entre las cenizas de esos órdenes criminales, se creyó con justa razón que la semilla de los dictadores había finalmente muerto, que el autoritarismo ya no sería ni epidémico ni endémico, que con la libertad de la conciencia política esas visiones despóticas quedaban condenadas por anacronismo y desafuero.

No era el triunfo de la utopía, en muchos estados latinoamericanos lo que ocurrió en el último cuarto de siglo fue que la hegemonía de las élites se impuso de tal modo que contó a la vez con consenso para gobernar, legitimidad para desarrollar sus proyectos y con la participación electoral como una sofisticación narrativa. Pero eso no desmerita el valor práctico de la democracia política, aún cuando sean muy pocos los casos en que los consensos fundacionales de la ciudadanía hayan dominado la agenda mayoritaria. Lamentablemente, duró poco.

La regresión autoritaria ha sido oprobiosa, más insidiosa que la nueva ola populista, y con pasaporte centroamericano desde Huehuetenango hasta el final del cauce del río San Juan. Y aunque a fuerza de la penetración de sus discursos, nunca sesudos pero lo suficientemente primitivos para repicar en las conciencias más sencillas por repetición, vena y agotamiento, los Giammattei, Bukele, Ortegas y Juanes Orlandos se han hecho ver muy lejos de sus fronteras, el cultivo a su personalidad cabe como hábito propagandístico pero no como ejercicio literario ni contenido de reflexión.

A diferencia del ciclo centenario que llevó de la fundación de la identidad nacional al republicanismo y de ahí a la represión y terrorismo de Estado a muchos países latinoamericanos, lo que ocurre con estos regímenes del istmo no es sistémico sino efecto de la operación de fuerzas de otro calado, desnaturalizando cualquier lógica histórica.

En un principio, pareció que el ascenso de figuras antisistema y antipolítica era consecuencia de la erosión de la partidocracia tradicional, de la incapacidad estatal para satisfacer los estadios mínimos de desarrollo, especialmente en el Triángulo Norte. Sin embargo, en cada caso la velocidad con que se arremetió contra la capacidad social y gubernamental de fiscalización reveló que la agenda de esas iniciativas no era ni democrática ni contestaria. Lo que se aprecia es una reconfección del poder al estilo autoritario, bajo una fachada ideológica tan ecléctica como chapucera, y una gestión del aparato del Estado para vaciar las estructuras de corrupción, preservarlas, blindarlas y llenarlas con otro contenido.

Por eso, aunque ellos clamen por evangelistas prepago que cuenten su historia y se resignan a que sólo el periodismo les garantice alguna posteridad incluso cuando les acusa de corrupción y narcotráfico, estos personajes son una anécdota. El interés de ciertos actores internacionales en desmontar la institucionalidad en estos países, corromper a los policías, transformar a la milicia en brazo armado de una facción y castrar al ministerio público sólo necesitaba de un medio, entre más legítimo mejor. Y si te tocó en un sorteo, ciertamente la historia está en otra parte.

Los nuevos tiranos no caben en la ficción; si la región goza de alguna fortuna, alguno de ellos figurará como inspiración pero de género policial. Porque aunque según el Primer Magistrado de Carpentier “la guerra es al hombre lo que el parto a la mujer”,

“para que haya guerra, es preciso saber dónde están los enemigos” y los tiranos latinos de la nueva ola, centroamericanos básicamente, mantienen su trinchera en los campos de la propaganda, donde no hay gloria que perdure.

*Periodista de La Prensa Gráfica.

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