Seguridad

Crímenes, suicidios y deportaciones: el régimen de Bukele perturba las cárceles de Estados Unidos

Entre marzo de 2022 y abril de 2025, las autoridades salvadoreñas registraron 1,556 supuestos pandilleros deportados que, al pisar El Salvador, fueron detenidos y acusados bajo las reglas del régimen de excepción, una medida sin contemplaciones hacia expandilleros rehabilitados y sin delitos en el país. Los casos de expandilleros deportados y desaparecidos en los penales salvadoreños no llegan a ser un tema mediático, pero infunden temor en las cárceles de Estados Unidos. Allá, Gabriel hasta intentó quitarse la vida para no caer en el régimen, pero no lo logró. Su hermano, Edwin, como muchos expandilleros rehabilitados piden clemencia a las cortes o, en su defecto, piensa en alargar sus penas “como sea”.

Ilustración: Otto Meza

Ilustración: Otto Meza

Gabriel Vinicio Chávez tomó una navaja de afeitar y rebanó sus venas del antebrazo de abajo hacia arriba con inexperiencia. Era la primera vez que intentaba arrancarse la vida desde que se le diagnosticó depresión. Acababan de informarle que sería repatriado a su país de origen, donde las autoridades los esperaban para sumergirlo en las prisiones más temidas del continente a pesar de que jamás ha cometido un delito en El Salvador. Así que antes de caer en el régimen de excepción de Bukele, intentó suicidarse en el baño del Centro de Detención para migrantes del Noroeste de Tacoma, Washington, a más de seis mil kilómetros de suelo salvadoreño.

Gabriel Vinicio Chávez se había largado de su país hace 38 años, siendo un niño, y no había vuelto ni por asomo. En California, junto a su hermano Edwin, se convirtió muy joven en un peón de la pandilla Dieciocho y en 1990 fue arrestado por homicidio. Tenía 16 años. Tiempo después, en prisión, le detectaron un tumor cerebral y le removieron una parte del cerebro para ponerle una placa como tapadera. Eso acarreó múltiples estragos, entre tantos, la depresión.

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Con el tiempo, al interior de las cárceles estadounidenses se alejó de su pandilla y de la violencia. Durante años, su comportamiento fue tan favorable que las audiencias de la Junta de Libertad Condicional concluyeron que era apto para reinsertarse en la sociedad luego de más de tres décadas de encierro.

Gabriel había desperdiciado tres cuartas partes de su vida en el sistema penitenciario californiano y lo único que añoraba era traspasar el alambrado para comenzar una vida de adulto que nunca tuvo. Sin embargo, el sueño se le frustró en octubre de 2022, cuando el día de su salida fue trasladado a un centro de detención migratoria para ser deportado. No tenía planes de regresar a un país que le es extraño.

Cabecillas de la MS-13 deportados hacia El Salvador en marzo de 2025.

En el último semestre, El Salvador y Estados Unidos fueron en noticia por la complicidad de sus presidentes. Desde que el 16 de marzo Donald Trump le pidió a Nayib Bukele que se convirtiera en su carcelero, las denuncias por violaciones contra los derechos humanos no han parado de crecer. Al CECOT, la prisión que Bukele ideó para retener a 40 mil presuntos pandilleros, arribaron un puñado de pandilleros salvadoreños, migrantes en EUA, y 252 venezolanos que no habían cometido delitos en El Salvador. Eran reos o migrantes que Estados Unidos no quería en su país y Bukele los aceptó en sus cárceles a cambio de miles de dólares. En el caso de los venezolanos, estos fueron repatriados a su país el viernes 18 de julio, en un canje de reos entre el régimen de Maduro y la administración Trump en la que se incluyó la liberación de 10 estadounidenses y residentes permanentes en Estados Unidos.

Sin embargo, la práctica de apresar a migrantes salvadoreños deportados de EUA sin contar con antecedentes penales para engordar las cárceles del régimen de excepción viene ocurriendo al menos desde tres años antes de la llegada de Trump al poder.

Desde marzo de 2022 hasta el 30 de abril de 2025, 1,556 supuestos pandilleros deportados fueron detenidos en las fronteras y sometidos al régimen de excepción, de acuerdo con un informe policial fechado el 1 de mayo y titulado “Situación actual de las pandillas en El Salvador”.

El documento al que Redacción Regional tuvo acceso es de los poquísimos reportes oficiales que se conocen sobre la situación de presuntos pandilleros deportados desde Estados Unidos hacia El Salvador. “La deportación de estos sujetos representa un riesgo para el país, ya que puede fortalecer las estructuras ya existentes y/o propiciar el surgimiento de nuevas modalidades de pandillas”, dice el informe.

Entre los deportados hay pandilleros activos, pero también expandilleros como Gabriel con penas ya cumplidas en EUA que nunca han delinquido en El Salvador.

Entre los afectados también hay pandilleros veteranos que pagaron penas en suelo salvadoreño, desertaron y luego migraron hacia EUA desde hace más de una década. En las cárceles norteamericanas también hay expandilleros que solo han delinquido en Estados Unidos y que, ya rehabilitados y a la espera de cumplir sus sentencias, temen ser deportados y confinados en el Cecot.

La mayoría de ellos está buscando los medios legales para prevenir su deportación. Otros, evalúan tomar acciones más drásticas que pasan por delinquir dentro de los penales o los centros de detención migratoria. Los más desesperados, incluso prefieren atentar contra su propia vida por miedo al régimen salvadoreño.

Retrato de Gabriel Vinicia Chávez junto a sus familiares. Cortesía.

Los “casi gringos” deportables: el caso Gabriel

A Gabriel Vinicio Chávez lo deportaron a El Salvador el 20 septiembre de 2024. Cuando aterrizó, el antebrazo donde se hizo los cortes con una navaja aún no había sanado. Ese día los policías le notaron el número 18 romano que aún tiene tatuado en el dorso de una sus manos, un tatuaje que no logró removerse en Estados Unidos. Al solo bajar del avión, con esposas atadas a las caderas y los tobillos, Gabriel fue llevado junto a otros presuntos pandilleros a un cuarto especial en el que les aplicaron el Decreto 717 que desde julio de 2017 se aplica a todos los pandilleros deportados.

Según uno de los deportados que aterrizó con él, a Gabriel lo llevaron directo a un cuarto del aeropuerto Óscar Arnulfo Romero donde lo obligaron a desnudarse, le tomaron fotos a los tatuajes alusivos a su expandilla, que aún carga en las manos, el estómago y la espalda. Luego tomaron sus huellas dactilares y ordenaron su detención, pese a que era imposible que él apareciera en las bases de datos del Centro Antipandillas Transnacional o en las de las autoridades salvadoreñas por un crimen cometido en el país, ya que él nunca había regresado desde que se fue siendo apenas un niño.

De acuerdo con el protocolo, los presuntos pandilleros deportados son enviados a la Dirección de Atención al Migrante, conocida como “La Chacra”, donde vuelven a ser interrogados por policías. Antes del régimen de excepción, si carecían de antecedentes penales en El Salvador, eran liberados de manera inmediata. Pero desde el 27 de marzo de 2022, de manera automática se les imputa el delito de Organizaciones Terroristas y son detenidos en el aeropuerto por la Unidad Ejecutiva Antinarcóticos si son detectados con tatuajes “alusivos a pandillas” en la piel.

A Gabriel lo condenaron sus tatuajes. A la policía no le importó su falta de récord criminal en El Salvador, su renuncia a la pandilla, ni la resolución de los jueces estadounidenses que lo consideraron reformado y listo para reinsertarse en sociedad. Nada importó. Ese día el gobierno salvadoreño metió preso a un hombre sin antecedentes en el país. Desde entonces, el silencio se lo ha tragado y su madre, Elizabeth, en EUA, no para de sufrir pensando qué será de él.

Gabriel logró que un policía se apiadara y así pudo enviar un mensaje: “mamá me detuvieron”, escribió el policía desde su celular. Luego fue subido a una patrulla y llevado directamente a unas bartolinas de la ciudad de Zacatecoluca, en la zona paracentral del país.

Para Elizabeth, aquel mensaje fue devastador. Tres días después, viajó desde California en busca de su hijo. Errante por el sistema penitenciario, averiguó su paradero y rogó que le permitieran verlo. En las bartolinas le pidieron 12 dólares diarios para la comida de Gabriel más el ingreso de su paquete de higiene. A la fecha, desconoce si los recibió, pero ella igual los siguió mandando.  “Uno tiene que mandarlos sino los castigan”, dice resignada desde el teléfono.

Elizabeth estuvo dos semanas sin que le permitieran entregarle las medicinas para la depresión y los padecimientos cerebrales, pero le hicieron saber que su hijo sería valorado en el hospital psiquiátrico una semana después. El 27 de septiembre, fue llevado al Hospital Nacional Psiquiátrico Dr. José Molina Martínez en San Salvador, como lo demuestra la “hoja de referencia” que le entregaron y que es el único documento oficial que consta su encarcelamiento. Ahí le practicaron un examen físico con el siguiente diagnóstico: “paciente con largo historial de alteraciones afectivas, trastorno adaptativo” a quien no se le descarta que “el cuadro se concrete en un transtrono mental orgánico”. Renglones más abajo tenía inscrito: “ideas suicidas última convulsión hace 2 semanas”.

Del hospital fue trasladado al penal de Izalco. En el Socorro Jurídico Humanitario, una organización defensora de los derechos humanos, Elizabeth se enteró que a Gabriel lo habían acusado de “un gran cargo”.  “El muchacho ni conoce El Salvador”, se lamenta.

En realidad, Gabriel dejó de conocer su país de origen a la edad de ocho años, cuando salió en 1982 hacia California. Su madre se había hartado de vivir en un país en guerra, de la violencia y la pobreza. Estaba cansada de “brincar sobre los muertos”, recuerda.

Allá, Gabriel se brincó con tan solo 9 años en la Barrio 18; tenía la necesidad de largarse de casa y pertenecer a un grupo. Crazy Boy fue el apodo que lo asignaron con verdadero atino. En 1990, con apenas 16 años, fue arrestado por homicidio en un ataque a balazos contra una pandilla contraria, en un “gangbang”, donde una persona perdió la vida y dos más terminaron heridos. Fue recluido en un centro de detención para menores en Norwalk, California. Su espíritu aguerrido pronto lo arrastró al penal de mayores de Chino, en el que se mantuvo activo. Sin embargo, para 2009 le detectaron un tumor cerebral en la prison de Delano. Para salvarlo le practicaron una cirugía que lo dejó con secuelas de por vida: convulsiones, pérdida de memoria, ataques de nerviosismo, hormigueos, calambres y afectaciones en un ojo. Los medicamentos se volvieron necesarios para llevar una vida medianamente tolerable.

Con los años renunció al Barrio 18 y a la violencia. Los ánimos después de su trepanación menguaron y su distanciamiento con la pandilla fue progresivo. Logró hacerse a un lado sin su desprecio, sin convertirse en “peseta”, como se dice con odio en el mundo de las pandillas. Su conducta al interior mejoró con creces durante los 15 años que estuvo lejos del barrio, al grado que las audiencias de la Junta de Libertad Condicional de Estados Unidos concluyeron que era apto para reinsertarse en la sociedad luego de más de tres décadas encerrado.

Pero las autoridades migratorias tenían otros planes. El 26 octubre de 2022, cuando el régimen de excepción en El Salvador cumplía cuatro meses, se alistó con ilusión para dejar la prisión de Salinas, pero le obligaron a colocarse una ropa que no era la suya, sino el uniforme que portan las personas en proceso de deportación. Su madre lo esperaba afuera, pero la camioneta del ICE se le adelantó. Lo volvieron a esposar y lo trasladaron al Centro de Detención del Noroeste para enfrentar su deportación.

Recluido en el Centro de Detención de Tacoma, Gabriel intentó acogerse a la Convención Contra la Tortura, alegando que al llegar a El Salvador sería azotado y encarcelado únicamente por el motivo de sus tatuajes. Pero durante dos años perdió todas las instancias. Por eso el día que le notificaron que sería deportado no pudo asimilarlo y buscó matarse. “Quería morirse antes de que lo metieran allá en El Salvador”, lamenta su madre.

Sin cargos en Estados Unidos, Gabriel pasó 22 meses en un centro de detención para migrantes antes de ser deportado. En El Salvador, lo último que supo su madre es que terminaron recluyéndolo en el centro penal de Izalco, uno de los más crueles y con más denuncias de reos fallecidos en los que va del régimen de Bukele. Pero ella en realidad no sabe nada más sobre su hijo. Desde Estados Unidos reflexiona: “siento que me voy a morir y no voy a ver a mi hijo. No sé si me lo van a matar ahí. Estoy en muerta en vida”, dice.

Fachada del centro de detención de migrantes de Tacoma. Cortesía.

Los centros de detención migratoria: el otro régimen

José Fernando Chávez lleva dos años encerrado en el Centro de Detención Noroeste, en el estado de Washington, el mismo en el que estuvo detenido Gabriel. Chávez dice que vive en una psicosis; cuando duerme le sobrevienen pesadillas llenas de recuerdos de cuando estuvo detenido en las prisiones salvadoreñas, que ya eran terribles antes de la llegada de Bukele. “Sueño cuando me están golpeando”. No quiere volver a ellas si es deportado, más ahora que en las cárceles las violaciones a los derechos humanos se han vuelto una norma. “Voy a ser torturado, voy a ser encarcelado o si es posible asesinado”.

Si hay algo que le aterra a este hombre de 45 años, más allá del dolor físico, es no volver a ver a sus hijos ni a su madre. Le ha pasado por la cabeza quitarse la vida: “a veces me pongo a pensar en eso”, pero se jacta y confía que “Dios me va a dar una oportunidad”.

Los detenidos en este centro tienen acceso a comunicaciones a través de ocho tablets y ocho celulares con señal de internet. Cuando Chávez toma la videollamada, su rostro abarca casi toda la pantalla. El fondo y lo que está más allá de su silueta está borroso por un efecto que evita asomarse a lo qué sucede a sus espaldas. Sin embargo, cuando se mueve abruptamente, el efecto desaparece por segundos y al fondo se entreven otros migrantes uniformados de anaranjado.

En enero de 2023, Chávez fue detenido por la policía de Seattle por no mostrar un documento oficial en un retén vial. Su delito: ser un “illegal alien” u hombre que ingresó al país sin inspección, pena que potencialmente transmutará a organizaciones terroristas en cuanto ponga un pie en El Salvador.  

Cómo él, asegura, hay otras cuarenta personas migrantes de varias nacionalidades. En el centro de detención, las mujeres están separadas de los hombres y la mayor parte del tiempo se la pasa viendo televisión. El centro funciona como una cárcel de la que no pueden salir, aunque tienen libertad para desplazarse a zonas que no están restringidas, como los baños. A los detenidos les dan tres tiempos de comida que pueden incluir fruta, avena, pancakes y medallones de pollo. Los detenidos también tienen una tienda en la que pueden gastar el dinero que les depositan sus parientes.

José Fernando Chávez desde el centro de detención de migrantes. Captura de pantalla de Carlos García.

Chávez cuenta su historia desde una de las computadoras. Es conocido tanto en la facción sureña de la Barrio 18 como dentro de la PNC salvadoreña como “Chacal”. Pero ese alias ya no lo presume desde que la pandilla le “dio el pase” para alejarse en 2010, luego de 13 años como pandillero activo.

A Chávez, la Dieciocho le concedió una especie de amnistía por sus años de entrega, pero a pesar de ello está alojado en el sector ataviado de naranja donde llega la gente salida de una prisión y donde convive con dos salvadoreños que fueron soldados de la Mara Salvatrucha. Sin embargo, la rivalidad letal entre pandillas en el centro se diluye. Ahí conviven no solo en neutralidad, sino en franca amistad. “Aquí nadie pelea ya nadie con nadie”, arroja. ¿Aunque estén activos?, se le pregunta “Si, no, no, no, aunque estén activos. Todos nos hablamos aquí. Aquí vivimos juntos, comemos juntos, cocinamos juntos. Nadie nada con nada”.

Saúl Enrique Herrera Rivera, el compañero de Chávez dentro del centro de detención y quien hace 15 años dejó la MS13, confirma en otra videollamada. “Aquí me llevo bien con los contrarios, o sea nos llevamos bien”, explica. “Nos hemos hecho bien amigos”.

Herrera también terminó detenido en Seattle por violencia doméstica y tanto él como Chávez serán deportados por delitos migratorios y no por crímenes relacionados a las pandillas. Sin embargo, están evitando a toda costa la deportación porque temen al régimen de excepción, que los hace desde ya culpables apenas solo por el hecho de haber tenido un récord dentro de las pandillas.  Ellos, como hizo Gabriel, también están apelando el único trámite que les puede evitar un futuro sumamente gris: la Convention Against Torture and Other Cruel, Inhuman orDegrading Treatment or Punishment o simplemente (CAT) conocida en español como Convención Contra la Tortura.

El CAT, impulsado en 1984 por la Organización de las Naciones Unidas, es una disposición que lucha contra la tortura e impide que una persona pueda ser deportada si corre el riesgo de ser torturada o asesinada por el gobierno de su país de origen. Quienes logran ganar esta disposición quedan en suelo estadounidense con protección del Estado y son monitoreados por los jueces migratorios, los cuales pueden considerar retirar el CAT si las condiciones mejoran en la nación del solicitante.

Los beneficiarios cuentan con permisos para trabajar y permanecer en el país, pero no tiene la misma categoría que el asilo, figura a la que no pueden acogerse ni miembros ni ex miembros de pandillas por su historial delictivo. El CAT es su única alternativa y para ello, deben demostrar ante una Corte Migratoria pruebas documentales de organizaciones civiles, artículos periodísticos o informes oficiales de Estados Unidos que evidencien la tortura en El Salvador. Haber sido torturado anteriormente ayuda en el proceso.

De los cuatro pandilleros y expandilleros entrevistados para esta investigación y alojados en el centro de Tacoma, todos estaban aplicando al CAT. Sin embargo, hasta el cierre de esta edición nadie ha podido obtener el trámite. Según Chávez, durante sus dos años en el encierro no conoce a nadie que lo haya tramitado exitosamente y sí ha visto a “bastantes” irse deportados.  Uno de ellos fue Gabriel.

Alex Sánchez, director de la organización Homies Unidos, dedicada a auxiliar a jóvenes en riesgo, a ex presidiarios de largas condenas a reinsertarse en sociedad y “migrantes criminalizados”, como él los llama, dice que desde que inició el régimen de excepción ha incrementado el trabajo de la organización para atender los casos de pandilleros y expandilleros que en las prisiones de Estados Unidos temen ser deportados hacia El Salvador. 

Sánchez, un veterano calmado de la MS13 amparado bajo el CAT, sostiene que varios de los aplicantes no son elegidos por no presentar claros sus casos, carecer de buenos abogados y no contar dinero para expertos. Y es que, aunque los jueces conozcan el contexto del Régimen de Excepción, el director de Homies Unidos aclara desde su oficina en Los Ángeles que no van a juzgar lo que saben, sino las pruebas que les presenten.

“Un juez no va a asumir que tu vida está en peligro si tú no le dices”, arroja. “Muchos de los muchachos llegan a esa entrevista con el temor de que no le crean, no llegan preparados con sus hechos de lo que ha sucedido en su vida y no suenan creíbles, aunque lo sean”.

Álex Sánchez en su oficina en Los Ángeles, Estados Unidos. Foto de Carlos García.

La clave, según Sánchez, está en hacerle palpable al juez la verdadera amenaza de morir machacado en los penales salvadoreños. Hay que demostrar que las condiciones carcelarias son “crueles” e “inhumanas”, arroja.

“La cuestión es cómo el cliente conecta, que él personalmente, va a ser perseguido y ese es un dilema. Porque hay muchos muchachos que nunca han vivido en el país (El Salvador). No han tenido persecusión anteriror. So, entonces, lo que sucede es que no saben contar sus historias, no saben que es la Convención Contra la Tortura, no saben lo que el oficial de asilo quiere escuchar cuando les hace la entrevista de asilo”.

Chávez se frustra cuando comparte las respuestas que le ha dado la juez. A la fecha, ha perdido seis audiencias y solo le queda una apelación de la cual sigue a la espera de una respuesta.  “(El juez) dice que no estamos demostrando que el gobierno de El Salvador está torturando a los presos, que las condiciones solo están mal porque el país es pobre”.

Al CAT también se han acogido pandilleros que salieron huyendo del Régimen de Excepción y fueron capturados al cruzar a Estados Unidos. Como señalan los expertos, ganar el caso no es cuestión de decirse amenazado, sino de comprobar ante un juez el riesgo que se corre en las cárceles de Bukele.

Es el caso de José Landaverde, otrora “Maniaco” de la MS13, amparado en esta disposición tras ser capturado en Texas en junio de 2023. Tras siete meses de batallas legales, el 18 de marzo de 2024, maquillado para atenuar el verde de sus tatuajes faciales, se retiró caminando como una persona libre en EUA. Como su caso existen más que han sido documentados.

Retrato en libertad de José Landaverde. Cortesía.

Sin embargo, tras la llegada de Trump al poder y sus indiscriminadas detenciones contra inmigrantes, ni quienes cuentan con CAT están seguros. Varios expandilleros con esta protección han sido capturados arbitrariamente en las recientes redadas encabezadas por el ICE. Se desconoce hasta el momento si serán repatriados a El Salvador o a un tercer país seguro como puede ser México o Sudán del Sur.

“El gobierno aquí sabe que a todas las personas que andan un tatuaje alusivo a pandillas las están encarcelando, torturando, y están muriendo allá en El Salvador. Y, aun así, a ellos no les importa, los están mandando”, dijo Chávez a finales de 2024. Él aún no sabe la resolución de su caso, pero parece entusiasmado porque a las autoridades migratorias se les olvidó meter “el papeleo en contra mía”.

A Nelson Hernández también le horroriza la idea de ser deportado, pues a pesar de ser pandillero en suelo norteamericano, no pertenece ni a la MS13 ni a la Barrio 18, las estructuras que desangraron por décadas a El Salvador. La PNC ha presumido la captura de deportados provenientes de 15 diferentes pandillas venidas de Estados Unidos, entre las que se encuentra la de Nelson, que ni siquiera tienen actividad en el país centroamericano.

Rudy tampoco se da por vencido para evitar su deportación. No quiere revivir esas noches en que era sacado de su celda a baldes de agua helada. Hoy, está alojado en el mismo sector que Chávez. Llegó hace dos años de una prisión federal, donde se tragó un lustro y medio por distribuir metanfetamina a nombre de la MS13 en Alaska. Su caso está en el Noveno Circuito y, a diferencia de Chávez, cuenta con antecedentes pandilleriles en Estados Unidos, pero sin tatuajes de su pandilla. “Mi papeleo de migración solo dice que yo fui sentenciado por vender droga y estar afiliado a las letrotas. Nada más eso dice”.

También está insatisfecho por respuestas que le han dado en la corte. “La jueza me dijo que sí tengo posibilidades de ser arrestado en El Salvador, pero que ella no cree que seré torturado, dice la maje”.

Hacia finales de 2024, su desesperación era tanta que barajeaba la ocurrencia de casarse con una mexicana que le pudiera transferir la nacionalidad y, así, convertirse en mexicano por extensión para ser deportado hacia ese país. “Yo creo que eso sí me ayudaría”, dice a través de una llamada telefónica. “Le estoy poniendo mente por todos lados”.

A mediados de 2025, logró su cometido: se casó con una mexicana recluida en el mismo centro migratorio. Ahora espera que ella sea deportada para que pueda tramitar sus papeles en México.  

En el podio, Edwin Chávez en un acto al interior de la prisión. Cortesía.

Los reos que no quieren salir de prisión

Edwin Chávez se pregunta una y otra vez por qué el gobierno estadounidense ha invertido tanto dinero en programas de rehabilitación en gente como él. “¿De qué servirán todos estos últimos años de buen comportamiento y aprovechamiento académico si al final es probable que lo deporten?”, se cuestiona.

Edwin ingresó muy joven a la pandilla, como su hermano, Gabriel, ahora desaparecido en las cárceles de El Salvador. Edwin es unvidal’, un reo con cadena perpetua, pero con posibilidades de ganar una libertad condicional gracias a su rehabilitación y conducta. Edwin lleva quince años superándose con programas que se imparten en el penal de San Quentin en California; y cuenta con cuatro grados técnicos: psicología, negocios, estudios americanos y arte-humanidades. Se graduó de la primera clase de periodismo en español y escribe para el periódico penitenciario San Quentin News.

Está convencido en el “poder” de la educación como arma rehabilitadora, misma que hace unas décadas lo ayudó a dejar la pandilla Dieciocho. Las probabilidades de retomar su libertad para mediados de 2026 son posibles si continúa su proceso de reconstrucción. El problema es que para entonces Bukele y el Régimen de Excepción podrían seguir vigentes y este hombre de 50 años, con tatuajes en la mayoría del cuerpo, “como un leopardo”, se rompe la cabeza buscando estrategias para prevenir la deportación y acabar de la misma manera que Gabriel.

En las cárceles de Estados Unidos, los reos salvadoreños con vínculos a pandillas temen.

“Tienen muchas preocupaciones, principalmente ser liberados en este periodo”, dice Alex Sánchez, quien recibe cartas llenas de dudas. Los privados de libertad con sentencias definidas son los más consternados, pero incluso los llamados “vidales”, “están postponiendo sus citas de audiencias”.

Es el caso del emeese Pedro López o “Funny”, recluido en la prisión de Solano, quien se pregunta si él podría ser deportado y encarcelado durante el régimen. “Yo lo que he oído acá dentro es que había una ley que amparaba eso, porque es inhumano que gente que viene de hacer tiempo (en prisión), le van a dar tiempo en otro lugar”, arroja desde una llamada telefónica.

Robert Martínez alias “Inocente”, pandillero de la MS13 y preso en Calipatria, está consciente que su caso ya “valió gorró” por los tatuajes que porta, pero quiere convencerse de que su buen comportamiento en intramuros las autoridades nortemaericanas le darán otra oportunidad. “Ando aquí haciendo muchas clases de programas para mostrar que puedo ser mejor persona cuando salga y así agarrar diplomas que me ayuden a probar que, estando preso, hice que mi tiempo aquí valiera la pena, hice algo productivo y el día que salga no me deporten”.

Retrato de Robert Martínez. Cortesía.

Edwin, el hermano de Gabriel, ahora duda y se plantea que “todo esto que yo he hecho no significa nada”, ya que pese a todo su buen comportamiento puede terminar deportado y encerrado nuevamente. Lleva 35 años en prisión y se ha replanteado seguir peleando su libertad condicional, porque si el destino le obliga a seguir tras las rejas, prefiere que sean en las de EUA. “No es que no quiera (salir), estoy entre una prisión u otra prisión”.

Varios pandilleros salvadoreños presos con él en San Quentin están permitiendo que las autoridades carcelarias los sancionen para mantenerse en prisión y evitar la expatriación mientras Bukele esté en el poder. “Se están asegurando de que los agarren con cuchillos o armas blancas para que vayan a la corte y les den tres años más. Es una práctica que ya la están haciendo”, sostiene Edwin.

Eso fue exactamente lo que hizo el soldado de la MS13, Alex Aguilar, a quien le faltaba un año por salir. “Lo agarraron con dos cuchillos porque no quería que lo deportaran. Se lo llevaron a la corte, le dieron tres años y con buen tiempo se lo pueden reducir. Pero cuando se acabe ese cartucho seguirán incrementando (los delitos)”, cuenta Edwin, quien también contempla quebrantar la paz y la ley de San Quentin si ninguna de sus estrategias rinde frutos. A estas alturas cree que delinquir podría mantenerlo más vivo en el sistema carcelario norteamericano, que semimuerto en el salvadoreño.

Muy a pesar de considerarse un hombre rehabilitado es consciente que el instinto de supervivencia podría llevarlo a donde sea para mantenerse con vida. “Yo no sé qué voy a hacer, honestamente, pero como ser humano he pensado en la posibilidad esa de a quién tengo que lastimar para estar vivo, para quedarme aquí…Eso te lo dice una persona que ha trabajado muy fuerte en la rehabilitación”, arroja. 

-¿Estás dispuesto hacer lo que sea necesario para no ser deportado?, se le inquiere.

-Claro, I mean, ¿tú crees que yo quiero caer en las manos de Bukele?

Panorámica de la prisión de San Quentin. Cortesía.

Edwin incluso se sincera al comentar que llegó a sugerirle a su hermano que también pensara en prevenir su deportación cometiendo algún nuevo delito. “Yo le mandé a decir a mi hermano que le escupiera a un policía o le cortara el pescuezo a otro prisionero, ahí en migración. Y dijo que no, que esa no es la persona que él es, porque él ha cambiado… pero está en El Salvador ahora…”.

“Levantar la mano” para hacer un atentado dentro de las prisiones es una actividad que “ocurre bastante” por parte de pandilleros salvadoreños, asegura Alex Sánchez, quien en los últimos meses ha visitados varios penales californianos.

Sin embargo, no es una práctica recurrente y muchas veces es inefectiva. Otros, como Chávez o como Gabriel, han pensado o incluso han intentado quitarse la vida antes de caer en manos de autoridades salvadoreñas. Hubo un caso, el de Hugo Cruz García otro salvadoreño preso desde 2001 en San Quentin, que sí lo logró: en octubre de 2024  se apuñaló directo al corazón con un cuchillo artesanal. “No quería ir para El Salvador, sabía lo que estaba pasando en El Salvador”, arroja Edwin. “Su punto era que lo iban a deportar”.

La otra opción es delinquir. Edwin no es el único que ha pensado delinquir para quedarse, a Rudy también se le ha cruzado la idea. “Sí, han llegado los pensamientos así de chingar a alguien aquí pero… no…no otro prisionero porque ahí no te dan tiempo, tiene que ser como …ya tú sabes, a un guardia o uno de migración”.

-¿Si le haces algo a un interno (migrante) no te dan tiempo?

-No, yo pienso que no. Aquí ya ha habido peleas que los han dejado casi monstruos y no les hacen nada. Por eso tiene que uno pensar a quien se lo va a hacer

-¿Y si te ha pasado por la mente?

-Sí, pues claro. Obvio (rie). Uno está mejor aquí que allá.

Autor

  • Carlos García

    Es periodista oriundo de la Ciudad de México. Ha concentrado sus esfuerzos los últimos 13 años en investigar de primera mano la historia y evolución de la Mara Salvatrucha en el Triángulo Norte Centroamericano, México y Estados Unidos. Premio a la Excelencia de la SIP 2023.