—A ella la mataron primero.
Dice Lobo, un líder maya q’eqchi’, parado a unos metros del altar de Mamá Maquín.
—Nos han matado desde siempre.
Susurra después, mientras se apoya en una vieja cruz roída por el paso del tiempo.
—Cuando el pueblo ha exigido nuestras tierras nos han dicho que la única tierra nuestra es la del cementerio.
***

Horas antes de llevarnos a la tumba de Mamá Maquín, Lobo, un hombre de cuerpo recio y bigote espeso, señala las heridas que los invasores han abierto en una montaña: cráteres enormes en la tierra con surcos que parecen hechos por las garras de un gigante.
“Le quitaron la piel a la montaña para sacar su riqueza. Ahora la tierra ya no sirve para sembrar”, dice.
Estamos en El Estor, un municipio al noreste de Guatemala, en el departamento de Izabal, que en los últimos veinte años, según Global Forest Watch, ha perdido el 41% de su cobertura arbórea. El Estor es el tercer departamento con mayor deforestación del país. Los dos primeros son Petén y Alta Verapaz, que también forman parte del bosque húmedo del Caribe guatemalteco.
Este ecosistema, en el que habitan jaguares y quetzales, ha sido devorado por los monocultivos de palma africana y banano; la minería metálica y el crimen organizado, que construye narcopistas o potreros para la crianza ilegal de ganado. En estas tierras se organiza la resistencia q’eqchi’, la más numerosa de las veintidós etnias indígenas del país.
La montaña destruida que observamos es el legado que dejó la Compañía Guatemalteca de Níquel (CGN) y la Procesadora de Níquel de Izabal (Pronico), filiales del grupo suizo-ruso Solway Investment Group. Estas dos empresas suspendieron sus operaciones en 2023 luego de ser sancionadas por el Departamento del Tesoro de Estados Unidos y ser señaladas de corrupción e influencia sobre el expresidente Alejandro Giammattei para seguir operando sin permisos.
Lobo ve más allá. Para los q’eqchi’, en cada río y en cada montaña habita un espíritu. El de esta, dice, se llama Oxlajú Aj. “Él es manso y bueno, pero también puede ser bravo. A veces, cuando la minera estaba activa, las máquinas se arruinaban, los mineros se emborrachaban y ya no podían trabajar. Era el espíritu de la montaña que no se quería dejar matar”.

El Destructor de Montañas
En los días primigenios, cuando los hombres aún no habían sido creados, habitaban en la inmensidad tres dioses soberbios: Vacub-Caquix, quien presumía falsamente de ser el sol por el resplandor de sus plumas; y sus dos hijos, Zipacná y Cabrakán. El primero de ellos decía ser quien había creado la Tierra y el segundo quien era capaz de destruirla. Con solo un golpe de sus pies, las montañas temblaban y cedían ante su poder. En aquel entonces, los otros dioses miraban con temor su destrucción. Si Cabrakán no era detenido, no quedaría montaña en pie, ni refugio para los hombres. Pero enfrentarlo en batalla era para ellos un desafío inútil, pues no había poder capaz de detenerlo. Fue entonces que Hunahpú e Ixbalanqué, dos gemelos divinos, descendieron a la tierra con un plan en mente.
Tierra de guerras
Parado en lo alto de la montaña, sobre una enorme roca, Lobo se detiene a ver el imponente lago de Izabal que baña la costa de El Estor. Desde ahí se ven las instalaciones abandonadas de la minera con sus fierros oxidados y las enormes calderas por las que antes salía humo envenenado.
“Terrateniente llama invasores a q’eqchi’. Pero no. Ellos invasores. Esta tierra pertenece a nuestros abuelos. A nuestros hijos”, dice Lobo.
Cuando Lobo habla en español, lo hace lento pero con contundencia, como seleccionando cada palabra para expresar la idea exacta. Para los q’eqchi’ el castellano es la lengua del poderoso, del ladino o de los invasores. Lobo lo utiliza ahora como un arma de denuncia en el pueblo de Izabal, donde lucha como líder y defensor de la tierra. Aprendió el idioma cuando tenía unos 25 años, mientras vivía en Ciudad de Guatemala, la capital, trabajando durante dos años en un vivero a cambio de una paga de 3000 quetzales, unos 390 dólares mensuales. Una década después dice que ahí comprendió el significado de la injusticia y la discriminación, que hasta entonces veía con normalidad.
La devastación de las tierras y de los pueblos mayas por parte de las poderosas industrias legales e ilegales que operan en el norte de Guatemala ha pasado bajo el favor de diferentes gobiernos. Aunque el desplazamiento de comunidades q’eqchi’ en el norte de Guatemala es un fenómeno constante, no existen cifras oficiales sobre su magnitud en las últimas décadas. Según un informe de la Fundación para el Debido Proceso (DPLF), en 2011 unas 800 familias q’eqchi’ fueron desalojadas en la región de Izabal y Alta Verapaz. El mismo informe indica que en 2018 el Fondo de Tierras, la institución del Gobierno creada tras los acuerdos de paz para garantizar el acceso y la regularización de tierras indígenas, informó a la ONU que no podía cumplir su mandato por falta de fondos.
La llegada del progresista Bernardo Arévalo al poder el año pasado tampoco ha revertido la tendencia: según líderes comunales.q’eqchi’, en los últimos dos años se han emitido 16 órdenes de desalojo contra igual número de comunidades.
“Yo ya no sé ni desde cuándo peleamos por la tierra. Pero te puedo decir que mi padre, mi abuelo y el padre de mi abuelo pelearon por ella. Así como peleo yo. Y seguro como van a hacerlo también mis hijos”, dice Lobo, mientras caminamos entre los cráteres de la montaña.
Los q’eqchi’ han sido un pueblo combativo y difícil de doblegar, considerados colonos en sus propias tierras desde la Conquista. Según el antropólogo e historiador Diego Vásquez Monterroso, los españoles llamaron a esta región “Tierra de Guerra”. Los q’eqchi’eran —y siguen siendo— un “pueblo de pueblos”, sin una gran metrópolis a la que doblegar, por lo que encararon a sus invasores con una especie de guerra de guerrillas. Ante la dificultad de vencer por las armas, la solución que encontraron los enviados por la corona, como en tantas otras ocasiones, fue la religión.

La riqueza natural de Izabal ha sido su fortuna y su condena. Sus montañas, atravesadas por ríos caudalosos como el Polochic, flanquean el gran lago de Izabal, cuna de manatíes y otras especies amenazadas. De ese lago nace el Río Dulce que desemboca en el mar Caribe. Su valor estratégico fue tal que en 1652 la corona española levantó entre el lago y el río el Castillo de San Felipe, una fortaleza destinada a proteger el comercio de los piratas del Caribe y cuyos cañones aún se pueden ver apuntando hacia el mar.
En el último tercio del XIX, apenas medio siglo después de la independencia de Guatemala, el gobierno del dictador José Rufino Barrios promulgó leyes para impulsar el cultivo del café y fomentar la llegada de europeos, principalmente alemanes. Su gobierno y los gobiernos consiguientes expropiaron tierras indígenas, las más ricas para sembrar esa semilla, consolidando así una nueva oligarquía cafetalera en la región.
Durante la guerra civil guatemalteca (1960-1996), muchas comunidades indígenas del norte de Guatemala se vieron obligadas a huir a la sierra o a México. Cuando los indígenas exigieron la devolución de sus tierras fueron aplastados por los militares que defendían a los poderosos terratenientes. Y cuando la guerra terminó y las poblaciones mayas volvieron para repoblar sus tierras, estas seguían en manos de sus viejos y de nuevos dueños: las empresas bananeras, de café y las mineras.
El pueblo q’eqchi’ siempre ha sido un pueblo difícil de doblegar, pero cada vez que ha exigido su derecho a la tierra, la sangre ha corrido de su lado. Una de esas veces terminó en lo que ahora es recordada como la masacre de Panzós, ocurrida el 29 de mayo de 1978 en el municipio del mismo nombre. Según la versión oficial, el Ejército mató a 53 personas y otras 47 resultaron heridas. Pero organizaciones q’eqchi’ elevan la cifra a 100 muertos. Lobo dice que decenas de cadáveres fueron enterrados en fosas clandestinas o aventados al río Polochic por los propios militares que perpetraron la matanza.
Le pregunto a Lobo si podemos ir al lugar donde ocurrió la masacre. Lobo me dice que suba al carro, que vamos para allá.
Tierra de masacres
Nos estacionamos frente a una cancha de fútbol descuidada en el municipio de Panzós. Lobo abre la puerta del carro, se pone su gorra y nos pide que lo sigamos. Caminamos hasta el parque central, una plaza muy pequeña. En las pálidas banquetas de cemento hay unos cuantos pobladores sentados que se refugian bajo la sombra piadosa de un enorme árbol. A un lado de la plaza hay un mural en memoria de la masacre y una pintura enorme con la imagen al centro de una mujer: Adelina Caal Maquín, la lideresa que encabezó la protesta que terminó en masacre. En una concha acústica que sirve de escenario para eventos comunales hay otro mural recién pintado con la leyenda: Por la memoria de los masacrados en Panzós, la lucha por la tierra continúa.

A un costado del parque está la iglesia y frente a ella la alcaldía municipal, un edificio blanco de dos plantas con puertas de vidrio. Entramos, me presento como periodista, y le digo a la secretaria que quiero saber si existe algún registro, fotos o documentos, de lo ocurrido aquella tarde de mayo de 1978 a unos metros de donde nos encontramos. La secretaria nos ve con ojos de extrañeza y nos lleva con el oficial de la oficina de acceso a la información pública, quien nos hace pasar a su minúscula oficina. Le explicamos al oficial el motivo de la visita y nos responde que no, que de eso no hay nada aquí, pero que si le dejamos una solicitud formal podría ser que nos averigue algo. Lleno la solicitud y dejo mi correo para recibir notificación. Nos vamos. Nunca recibiré nada.
Al salir, Lobo me mira con una mezcla de enojo y resignación. Dice que no puede creer que en la alcaldía no tengan un solo registro de una masacre como esa que ocurrió a unos metros y por orden de un exalcalde. Lobo se para en el centro de la plaza y dice: “Aquí fue. Aquí los mataron”.
Unos minutos después subimos hasta el cementerio. Caminamos por entre tumbas con apellidos de origen maya. Concepción Quib Xol de Rax. 1978-2024. Pedro Cac (sin fecha). Enrique Choc Ich. Fallecido en 2022. Subimos un cerro y llegamos hasta un llano donde una galera de lámina y madera, sin paredes, resguarda del sol un pequeño altar rojo desteñido. El altar es un cilindro de medio metro de alto. Detrás de él hay una pared con una pintura en la que se lee: Panzós Nunca Más. En memoria de las víctimas de la masacre.
Aquí están enterrados cerca de treinta indígenas masacrados aquella tarde de 1978. Aquí está también el cuerpo de Adelina Maquin, o “Mamá Maquin”, como la recuerdan los q’eqchi’. A Lobo, este hombre que ha resistido durante la última década la embestida de narcotraficantes, mineras y militares, se le escapan las lágrimas en medio de un llanto ronco al recordar cómo la mataron a ella, cómo a su pueblo lo han matado siempre.
—Y aquí seguimos resistiendo —dice unos segundos después limpiándose los ojos.
Lobo se reincorpora y se aparta unos metros del altar de Mamá Maquín. “Hay una sobreviviente. Ella te puede contar cómo pasó todo esto”.

***
Desde el cementerio de Panzós hasta la casa de la sobreviviente hay unos 10 kilómetros, pero la calle es de tierra y llena de hoyos. En los últimos días ha llovido, así que hacemos casi una hora. En el camino, nos encontramos dos retenes en los que unos jovencitos piden alguna moneda a cambio de rellenar los hoyos con tierra hasta que el paso de los carros o la lluvia los vuelva a descubrir.
Estacionamos el pick up a la orilla de la calle y frente a nosotros aparece una mujer de unos sesenta años. Barre su patio con una enorme escoba hecha de ramas secas. Lobo se baja y la saluda. La abraza. Hablan en q’eqchi’ durante un minuto. La mujer piensa durante unos segundos y nos invita a pasar.
Su casa es una construcción hecha de varas, bejucos y piso de tierra, pero finamente trabajada. En su cocina, una hornilla de leña hace humear una olla con café de donde su esposo saca unas tazas y nos sirve en silencio. En el salón principal hay una mesa de madera con una imagen de un Cristo al fondo.
Él nos pide que nos sentemos y ella toma una silla de frente al altar.
Esta sobreviviente es descendiente de Adelina Maquin. Su cara es el reflejo de ella. Su mirada fuerte, su ceño fruncido, su frente ancha. Nos sentamos en la mesa. Ella pide en q’eqchi’ que no se mencione su nombre ni su parentesco exacto. Dice que está cansada de tanta persecución y resignada de que contar esta historia no tenga ningún resultado. Pero dice que lo intentará de nuevo. Lobo traducirá para nosotros. Ella viste un traje indígena verde y rojo. Por eso la llamaremos Quetzal.
***
A mediados de la década de 1970, ya iniciada la guerra civil guatemalteca (1960-1995) Flavio Monzón, un prominente terrateniente, llegó a los indígenas q’eqchi’ de Panzós y sus alrededores con un cuento: él mismo iría al Instituto de Transformación Agraria (INTA) para que sus tierras les fueran devueltas. Sus tierras habían sido arrebatadas (dos veces) por la United Fruit Company, también conocida como “El Pulpo”, por sus tentáculos que se extendían por toda la región incidiendo en los más altos funcionarios de gobierno para hacerse de tierras indígenas y explotar a sus habitantes. Su último golpe había sido el golpe de Estado de Jacobo Arbenz, el presidente que había repartido las tierras y que cayó con ayuda de la CIA en 1954. Ahora esa empresa se llama Chiquita Banana.
Monzón llevó unos papeles y les pidió sus firmas a los indígenas q’eqchi’. Al regresar de la Ciudad de Guatemala, con un legajo de documentos bajo el brazo, reunió a los líderes en representación de sus comunidades y les dijo que no iban a creer lo que había pasado: el INTA había oficializado todas las tierras a nombre de Monzón.
Enardecidos por aquel timo histórico, los indígenas se organizaron. Se fueron a las montañas a reunirse para planificar una revuelta que haría que las tierras regresaran a sus manos.
La mañana del lunes 29 de mayo de 1978. Adelina Maquin, una valiente líder q’eqchi’, organizó un encuentro con el entonces alcalde, Walter Overdick García, para hablar sobre lo ocurrido. Overdick, quien estaba coludido con los terratenientes, aceptó una reunión con los líderes indígenas para aclarar las cosas. Overdick, valga señalar fue el padre de Horst Walther Overdick, alias “El Tigre”, uno de los mayores narcotraficantes de Guatemala. Unos 300 q’eqchi’ se agruparon en la plaza frente a la alcaldía. Entre ellos, Quetzal.

“Esto es lo que yo vi. Y esto es lo que voy a contar.
Cuando llegamos, la plaza ya estaba rodeada de soldados. Había francotiradores en el techo de la iglesia. También había otros que estaban más cerca y en la entrada de la municipalidad. Eran unos 300 soldados que habían llegado desde Zacapa. Nosotros éramos también unos 300 indígenas. Habíamos llegado a defender la tierra porque ahí era donde vivíamos. De ella comíamos. A los finqueros no les había gustado que nosotros los indígenas nos reuniéramos. Porque en ese entonces los adultos se iban a reunirse a la montaña. Y los alemanes pensaron que les queríamos quitar su tierra. Por eso ellos decidieron quitarnos la vida.
Mamá Maquín se acercó a la puerta de la alcaldía y ahí estaba un coronel. Todos estaban con armas largas. Mamá Maquin dijo que había llegado para hablar con el alcalde y el coronel le respondió: “¿Para qué?”. Ella le dijo que para hablar un asunto sobre las tierras y que el mismo alcalde los había citado. “Tenemos un documento que lo demuestra”, le dijo ella. El coronel le respondió: “Si quieren tierra, la única tierra de ustedes es el cementerio”.
Después de esas palabras contó hasta tres. Gritó “¡uno, dos, tres!” y los soldados empezaron a disparar. Y ¡ay, Dios!”
Lobo suspira. Le cuesta seguir traduciendo el relato de Quetzal. Pero continúa.
“Empezaron a disparar, primero a Mamá Maquin. Pero ella era fuerte porque empezaron a disparar y todavía ella baleada lanzó palabras. Les dijo: “No somos ladrones, solo queremos paz y darle dónde vivir a mis hijos. Pero me están matando”. Ella era fuerte. No murió por una bala sino por varias. Entonces fue un desparpajo. Todos empezaron a correr.
Yo quise salir por atrás. Pero como estaba pequeña, no sabía para dónde correr. Nadie sabía. Yo me quedé en medio de los muertos. Me tiré al suelo. Cuando las balas pararon, los militares empezaron a revisar entre los muertos. Yo estaba ahí. Solo me fingí que estuviera muerta porque estaba bañada en sangre. Con miedo.
Vieron los militares que todos estaban muertos. “Vámonos”, dijeron, y se fueron. Entonces me levanté, empecé a limpiarme la sangre de los otros. Cuando levanté la mirada vi que estaban cinco militares. Me empezaron a disparar, pero se les habían acabado las balas. Cuando corrí, me gritaron: “¡Ahorita terminamos contigo, pensamos que no quedaba nadie!”.
La voz de Quetzal empieza a quebrarse. Llora. Lobo también tiene lágrimas en los ojos. Quetzal se limpia con su manto verde y rojo. Y retoma su relato.
“Corrí, corrí, corrí, hasta la orilla del río Polochic. Ahí me encontré con otros hermanos que también habían escapado. Nos tiramos al agua para cruzar el río. Algunos de ellos no podían nadar y se murieron ahogados. Yo, como estaba joven, pude nadar y llegar al otro lado.
Ahí vivimos un tiempo en las montañas porque los soldados se tomaron la comunidad de Soledad, donde vivía yo. A los q’eqchi’ nos tocó vivir en la montaña. Algunos tenían tiendas en Soledad y los soldados se comieron la comida, las vacas, las gallinas. Todo. Hasta que ya no quedó nada se fueron. Entonces nosotros regresamos, pero ya era tarde.
Es muy doloroso decir las cosas porque lo viví. Lo vivimos. Y lo más triste es que ningún funcionario se ha preocupado por toda la situación que hemos vivido. Porque realmente los legítimos dueños de la tierra somos nosotros. No sé cómo es que viene gente de fuera de nuestro país y se apropian de lo nuestro. Nos quitaron la tierra. Nos quitaron la vida. Por eso ahora la lucha no termina. La solución no cuesta. El gobierno podría hacer algo, pero hay muchos intereses. A mí me duele porque yo lo viví. Me he enfermado por eso. Me han hecho entrevistas en varias ocasiones y no hay apoyo. Le digo a mis hijos: “Hay que seguir luchando”, porque sin tierra no podemos vivir. No como estoy. No así. Porque por derecho tengo tierra donde vivir, donde sembrar. Pero aquí no tengo nada.
Todos mis tíos que también sobrevivieron a la masacre y yo fuimos al Ministerio Público y lo único que nos han dicho es que sí, que habrá una investigación. Algún día. Pero quizá me muera antes de que ese día llegue”.
El esposo de Quetzal, que ha permanecido callado durante toda la conversación, se ha llenado de rabia al escuchar todo el relato. Aprieta los labios, frunce el ceño. Dice que no con la cabeza. Cuando su esposa se queda callada, él irrumpe de golpe.

“Voy a decir algo”, dice con dificultad en castellano. Y continúa hablando en q’eqchi’. Lobo traduce.
“Los funcionarios, los políticos, los empresarios y los narcotraficantes, todos solo nos utilizan. Pero nunca hay justicia para nosotros. Los narcos se están expandiendo en las comunidades. Los jóvenes están consumiendo y sembrando la droga. No entendemos. Muchos dicen que Dios va a hacer justicia, que Dios va a venir a terminar el mundo. Pero eso es una gran mentira. Son los ricos los que nos van a seguir matando. Lo que ellos quieren es terminar la vida de los indígenas y apoderarse de todo lo que tenemos alrededor. El mundo no se va a acabar, sino que los ricos se van a apoderar de él”.
Terminamos la entrevista con dificultad. Hay mucha congoja y enojo en el ambiente. Nadie sabe bien qué decir. Soplamos las tazas de café y nos despedimos. En la casa de Quetzal queda una enorme nube de desesperanza.
Salimos de Panzós con rumbo a El Estor. Lobo resopla en el camino. Se le nota agotado de haber vuelto a vivir la historia a través del relato de Quetzal y la furia del esposo. “Es que la tierra es nuestra”, dice con enojo.
44 años después de aquella matanza, los tribunales guatemaltecos iniciaron un juicio, pero no ha prosperado.
Las invasiones y los desplazamientos no se terminan para los q’eqchi’. “Hay quienes en la ciudad dicen que nuestra forma de vivir es que somos nómadas. ¡Pero no es así! ¡Eso no es así! ¡Nosotros solo queremos vivir en un mismo lugar, donde tenemos enterrados a nuestros padres, donde vivimos y donde queremos morir!”, dice ya Lobo enfurecido.
Hace una semana, los nuevos invasores volvieron a desplazar a una comunidad de q’eqchi’ en El Estor. Aceleramos y nos vamos hasta un lugar llamado Santa Rosita, guiados por Lobo.
Un desafío para el destructor
Los gemelos Hunahpú e Ixbalanqué tenían claro que no podían desafiar a Cabrakán con violencia. Pero, a falta de fuerza que lo derrotara, conocían su mayor debilidad: su orgullo desmedido. Por eso se presentaron ante él como humildes cazadores. “Somos pobres y no tenemos nada que nos pertenezca, solamente caminamos por los montes, y precisamente hemos visto una montaña allá donde se enrojece el cielo. Verdaderamente se levanta muy alto y domina la cima de todos los cerros”, le dijeron con astucia. “¿Es verdad que tú puedes derribar todas las montañas, muchacho?”, preguntaron los gemelos a Cabrakán.
Con su orgullo tentado, Cabrakán le pidió a los hermanos que le enseñaran el camino, convencido de poder destruirla. Así, los hermanos se fueron caminando, uno a la derecha y otro a la izquierda del destructor. En el camino, los gemelos hicieron fuego y pusieron a asar unos pájaros y los cubrieron con unas hojas olorosas para abrir el apetito del gigante. Además, los untaron con una tierra blanca que habían envenenado con su magia. Cabrakán bostezaba y a cada bostezo se le salía la saliva por su inmenso apetito. Los gemelos le dieron al gigante de comer y echaron a andar de nuevo.
Tierra de desplazados
Un enorme letrero nos da la bienvenida al pueblo: Bienvenidos a El Estor, cuna del Manatí. Debajo dos esculturas de manatíes hechas de cemento saltan como delfines. Más adelante, sobre la carretera, un letrero en una manta anuncia: Bienvenidos a Santa Rosita. Aquí están los desplazados de Buena Vista.
Nos desviamos por un callejón de tierra hasta una explanada, justo al borde de una quebrada. Una carpa de plástico negro cuelga entre dos árboles y hace de techo. Debajo dos niños juegan a la pelota. Al otro lado de la quebrada, más techos de plástico forman un campamento improvisado: desde hace tres meses, aquí viven 29 familias que fueron desalojadas a principios de abril de la comunidad Buena Vista, en El Estor, donde Lobo divisaba hace unos días las heridas de los invasores en la montaña.

Lobo me presenta a algunos habitantes y ellos cuentan que la Policía llegó con una orden y expulsó a la gente. Marlon, uno de los desplazados, me muestra un video: casas en llamas. “Llegó la policía y dijeron que nos teníamos que ir inmediatamente y le dieron fuego a las casas. Un policía nos dijo que el que se quedara se iba a quemar con todo y las casas”, cuenta.
Desde entonces los habitantes de Buena Vista viven bajo carpas y dependen de donaciones que sus vecinos les dan.
Al fondo del campamento, en una galera de lámina y varas, un grupo de hombres se reúne en círculo. Uno habla en q’eqchi’: es Hermelindo Cux, líder nacional del Comité de Unidad Campesina (CUC). El tono de su voz sube y baja. A ratos parece consolar, a ratos incendiar.
No me permiten entrar a la reunión, pero cuando termina, los hombres se dispersan y Hermelindo se sienta en una mesa y me invita a sentarme. Dice, con furia contenida: «Aquí el problema que tenemos es que nuestra gente no tiene dónde vivir porque nos robaron la tierra. La gran empresa y el sistema de justicia corrupto quieren acabar con el pueblo q’eqchi’ porque somos un estorbo para sus negocios». Y añade: «Dicen que nosotros somos invasores, pero ellos lo son. Solo ahora mismo hay 16 órdenes de desalojo de personas que nacieron aquí, de quienes sus padres, sus abuelos y todos sus ancestros nacieron aquí. Esta tierra nos pertenece».
Hermelindo asegura que una de esas órdenes pesa sobre el predio donde estamos. Dice, además, que su pueblo resiste por dos vías: por la vía judicial, con recursos y amparos ante los tribunales nacionales y organismos como la CIDH, y por otra vía más directa. “Aquí nos defendemos con todo lo que podemos. Nuestra gente es gente que lo único que quiere es vivir en nuestra tierra y si es necesario dar la vida por ello, la vamos a dar”.
Un grupo de hombres escucha atento. Asienten con la cabeza y murmullan. En un descanso de mi conversación con Hermelindo, uno de ellos se acerca y sin mediar palabra me entrega un pedazo de hoja de un cuaderno. En ella ha escrito: “El causante del desalojo forzoso en la Comunidad Buena Vista El Estor es Luis Fernando Arriaza Migoya y su hermano Miguel Ángel Arriaza”. La familia Arriaza Migoya ha sido señalada en varias ocasiones por los q’eqchi’ de impulsar numerosos desalojos irregulares usando fuerzas policiales y grupos paramilitares. Los Arriaza Migoya son dueños de un conglomerado de 31 empresas, principalmente de bananas, palma africana y servicios agroindustriales que opera en Izabal.
(Hace cuatro días llamé a las oficinas de Bananera Izabal, una de las empresas del conglomerado Arriaza Migoya. La secretaria respondió que Miguel Ángel Arriaza se encontraba de viaje, pero que pasaría la solicitud de entrevista. Hasta el momento no han respondido. También pregunté por Luis Fernando Arriaza, hermano de Miguel Ángel, pero la secretaria me respondió “No lo conozco”. Además llamé a la empresa Agropecuaria Tzinté S.A. de la cual Luis Fernando es gerente general, pero después de varios intentos, nadie respondió).
Cuando reiniciamos la conversación, le pregunto a Hermelindo si sus comunidades también se defienden con armas, y él responde: «Estamos listos». Luego recuerda un intento de desalojo de hace dos semanas que fracasó porque el pueblo se apostó en las entradas y la tanqueta del Ejército guatemalteco no pudo pasar. “El pueblo se defendió como pudo”.
Le pido ver las comunidades que se han armado para defenderse y Hermelindo marca un número en su celular. Al colgar pone un gesto grave en su cara y dice: «Ahora mismo las vas a conocer».

Un dios caído
Luego de comer, los gemelos echaron a andar junto a Cabrakán buscando la montaña gigante, pero en el camino la fuerza del destructor se empezó a desvanecer y ya no podía destruir ningún cerro. Entonces, sin poder resistirse más, Cabrakán cayó. Se desplomó sobre la tierra, estremeciéndola con su derrota. Quiso levantarse, quiso alzarse una vez más sobre los hombres y los dioses, pero sus fuerzas lo habían abandonado. Derrotado Cabrakán, los gemelos lo enterraron en la tierra que antes hacía temblar donde permanece hasta el día de hoy.
Desde aquel día, Cabrakán dejó de caminar sobre el mundo. Pero cuando la tierra tiembla, cuando los cerros se desgajan y las montañas rugen, hay quienes dicen que es él, el destructor, que aún lucha en su prisión de piedra, soñando con la venganza que nunca llegará.
Tierra de narcos
Antes de salir de la comunidad Santa Rosita, Lobo me dice que quiere presentarme a alguien más. Es un hombre joven que acepta hablar con la condición de no revelar su nombre ni su paradero. Quiere contar una historia que empezó hace dos años, cuando él, su esposa y sus dos hijos llevaban casi un mes sin mucho qué comer y sobrevivían de lo que les regalaban algunos vecinos.
Su última cosecha de cardamomo y café, cuenta, se había perdido por el mal tiempo y el maíz del granero se agotaba. Desesperados, él y un primo decidieron buscar una salida. “Fuimos donde unos señores que nosotros sabemos que se dedican a eso y les pedimos que nos dieran semilla. Y le dijimos que nosotros lo íbamos a sembrar y de lo que saliera le íbamos a ir pagando”, cuenta el hombre, a quien llamaremos Tortuga.
La semilla de la que habla es de semilla de coca. Aquel día, dice, entró en un negocio que se ha extendido por toda la Sierra de las Minas.
La tierra q’eqchi’, fértil y codiciada, ha sido en los últimos años objetivo de otro invasor: el narcotráfico. Izabal es el único departamento guatemalteco con acceso al mar Caribe y pieza clave del llamado Corredor del Atlántico, por donde fluye la cocaína desde Sudamérica hacia México y, finalmente, a Estados Unidos. El crimen organizado, además, ha extendido su control más allá del tráfico de droga: se apropiaron de tierras desplazaron pueblos enteros para abrir rutas clandestinas y emprendieron nuevas economías ilegales como la extracción de jade, la siembra de coca, la construcción de narcopistas, y la cría ilegal de ganado. Todo bajo la mirada del Estado. Los municipios más golpeados del departamento de Izabal son El Estor, Morales y Los Amates.
“En la Sierra de las Minas, de donde soy yo, toda la gente tiene su siembra de hoja de coca. Nosotros empezamos solo dos y ahora sembramos en comunidad. Cada representante de cada familia tiene una, dos o hasta cinco manzanas y de ahí las vendemos”, dice Tortuga.

Durante años, Izabal y el departamento de Petén, colindante con México, fue bastión de dos clanes poderosos aliados con carteles internacionales: los Mendoza Matta y los Lorenzana. Los Mendoza controlaron gran parte del tráfico en el Caribe guatemalteco y, según dijo alguna vez el expresidente Álvaro Colom mientras ejercía el poder, eran “narcos a los que nadie toca”. Llegaron a formar un ejército privado que sembró miedo entre las comunidades q’eqchi’. Aunque la captura de sus líderes entre 2014 y 2016 debilitó su poder, el dominio no desapareció. Por su parte, los Lorenzana, asentados en Zacapa, siguieron una historia parecida: grandes transportistas aliados con carteles mexicanos y colombianos, desmantelados parcialmente tras una ola de extradiciones a Estados Unidos entre 2010 y 2015.
Tortuga describe su siembra con precisión campesina: “El proceso de sembrar lo hacemos en marzo. Y ahí es un pepita la que sembramos. Hacemos almácigo y cuando ya comienzan a reventar las cebollitas y ahí crece y crece y ahí la comenzamos a sembrar. La semilla la conseguimos con los señores o cada uno va guardando las semillas de la cosecha anterior para seguir la siembra”. Luego agrega: “Cuando esa plantación tiene un año empieza a dar la semilla. Como si fuera café. A los 7 meses lo que se corta es la hoja. Se despluma la planta, digamos, se le quitan todas las hojas, se deja pelona”
La diferencia, explica, está en el dinero. “Esa hoja la metemos en sacos y eso es lo que le entregamos a los señores. Vendemos a 1750 quetzales (unos $226 dólares) el quintal y de una manzana se sacan tres a cinco quintales. Ya si usted tiene dos o cinco manzanas es más la ganancia.” Luego compara: “En comparación con el maíz, ese lo vendemos diez veces más barato. El quintal de maíz lo vendemos a 177 quetzales o a 150, dependiendo de dónde lo logremos vender”, dice.
Gracias a las ganancias de la coca, Tortuga levantó una casa y dice que la vida le cambió: “Poco a poco estamos levantando y hay más personas que también quieren trabajar y ahí poco a poco no estamos haciendo un grupo un poco grande y ahí la gente comienza a ver pues que eso es trabajo, ¿va? No estamos robando, no estamos haciendo daño a nadie. Estamos trabajando en la tierra que nos dejó Dios”.
Junto el narcotráfico, otra economía criminal ha florecido en paralelo: la extracción ilegal de jade, piedra sagrada para los mayas. Su color verde, según los expertos, simboliza la fertilidad y la vida. En la región de Izabal el mineral ha vuelto a ser explotado, ahora por redes del crimen organizado. En el municipio de Morales, al otro lado del lago, una mina conocida como El Chiclero, según varios líderes locales, está siendo operada por Los Mendoza. La policía ha hecho varias incautaciones; la última, en septiembre de 2024.

Le pregunto a Lobo si sabe dónde queda la mina y si puede llevarnos. Responde con un “no” rotundo. “Esa mina queda en el cerro El Chiclero, pero no te recomiendo ir. El último periodista que fue y denunció sobre lo que pasaba ahí lo mataron”, dice.
El 8 de marzo de 2022, hombres armados llegaron a una cancha de fútbol en Puerto Barrios y asesinaron a tiros al periodista Orlando Villanueva, quien había denunciado la extracción ilegal de jade en El Chiclero.
“Ese cerro está custodiado por hombres armados, no se puede entrar, esa tierra ya tiene dueño”, agrega Lobo. Luego me muestra un video publicado en noviembre de 2022: se ve la mina, maquinaria pesada y siete hombres con fusiles custodiando el lugar. En otro video, un hombre ilumina una piedra verde que brilla con un resplandor transparente.
La tierra donde Tortuga cultiva coca también está en disputa, como casi todas las tierras q’eqchi’. “Si no tenemos qué comer y la tierra la dejó Dios para trabajarla, entonces, ¿por qué nosotros no vamos a buscar otra forma de trabajarla?”, pregunta.
Me despido de Tortuga.
A los pocos minutos llega un hombre. Nos dice que Hermelindo, el líder del CUC, lo mandó a llamar. “Me han dicho que usted quiere ir a conocer la resistencia”, dice. Nos subimos al pick up y salimos acompañados y guiados por este otro líder q’eqchi’ a quien llamaremos Jaguar. Pronto dejamos la calle pavimentada y empezamos a subir una montaña de tierra roja resbaladiza.
Continuará…
* El nombre real de Lobo se ha omitido por cuestiones de seguridad.
* Los mitos que aparecen en este texto están basados en el Popol Vuh, el libro sagrado que explica el origen del mundo maya.
*Ni el gobierno central ni la Policía Nacional Civil atendieron las peticiones de entrevista al cierre de esta investigación.
Este martes: Capítulo II – Jaguar y la tormenta de fuego


