Diarios desde Babel 3: Dos Ulises en El Caribe

Hemos caminado solo 21 kilómetros desde Tapachula, pero a pie, al ritmo de una caravana de 3,000 migrantes y bajo el sol inclemente del sur de México, sentimos que hemos caminado un mundo. Salimos a las 4:00 de la mañana y es casi mediodía. Los líderes de esta marea de gente procedente de China, África, Medio Oriente, Sudamérica, América Central y el Caribe que caminan juntos para sortear la trampa de Tapachula deciden descansar en una cancha de básquetbol en el ejido Álvaro Obregón. Algunos migrantes buscan la sombra de un árbol para refrescarse. Otros se quitan los zapatos y se revisan las ampollas. Algunos se tiran sobre el suelo a dormir. 

Camino por entre aquel mar de gente cansada y en medio de mis entrevistas, me encuentro a Armando y Roberto, dos cubanos que se conocieron hace poco en una prisión y desde entonces son inseparables.

“Nuestra historia es increíble, hermano. No te lo vas a creer. Siéntate que esto es de película”. 

Les hago caso. Esta es la historia que escuché de ellos.     

Armando

Yo salí de la playa Las Coloradas, de Cuba, un 23 de octubre de 2023, de donde desembarcó el comandante Fidel Castro en Granma, el 2 de diciembre de 1956. 

Armamos nuestra lancha a escondidas. Era un barco de pesca. Le pusimos dos motores, uno de 200 y otro de 150 (caballos de fuerza). Porque en Cuba si tú armas tu lancha y se da cuenta la autoridad, te vas preso. Nosotros salimos de Cuba para las Islas Caimán. 300 kilómetros en mar. Llegamos a Camambrá (Caimán Brac), la que está más cerca. Son tres islas las Islas Caimán. Una vez llegamos ahí nos agarró el Ejército y nos montaron a un avión para llevarnos al Gran Caimán, a la isla grande. Nos subieron a un avión bien custodiado. Nos llevaban unos tipos fuertemente armados. Armas largas. Nos llevaron para donde está la prisión.  

Nosotros, hermano, no sabíamos. Nosotros queríamos llegar a Ceiba, Honduras. Y de ahí seguir la ruta por tierra para llegar a México y Estados Unidos. Pero al llegar a las Islas Caimán nos estábamos quedando sin combustible. 

Nos la pasamos feo. 

Roberto

Yo salí de cuba el 20 de diciembre en una lancha. Y también llegué hasta Islas Caimán. Ahí pasé 52 días. Había al menos unos cien cubanos más retenidos ahí. Nada de abogados, nada de deportarnos. Nada. Simplemente estábamos presos en condiciones inhumanas. Durmiendo en el suelo. Por ese entonces ahí dentro había una epidemia de varicela. A los hermanos se les reventaba la piel. Se rascaban con un trozo de madera. Podrido todo esto del brazo. Por las noches la gente gritaba del ardor.

Armando

Nosotros le rogábamos a las autoridades que nos dejaran ir. Que nosotros no queríamos estar en las Islas Caimán. Que nosotros realmente íbamos para otro país. Pero no nos hacían caso, hermano. Nos llegaban a tirar la comida nomás. Ahí dentro de la prisión nos conocimos nosotros dos y conocimos a otros cubanos. Incluyendo a los otros tres que están tirados por allá. 

Nosotros nos fugamos, hermano. Nos fugamos juntos de la prisión de las Islas Caimán. 

Huimos el 10 de febrero. Fue de noche. Resulta que nos habían sacado al traspatio de la prisión porque la epidemia de varicela estaba demasiado fuerte. Para evitar los contagios nos dejaron dormir en el patio, tú sabes, para tener más espacio. Eso sí, ahí dormíamos en el suelo. Debajo de un plástico sobre un pedazo de cartón. 

Una noche vimos que había un muro que estaba desprotegido. No tenía alambre con electricidad. Cogimos valor y nos fugamos. Nos fugamos catorce personas. Era de noche, pero la luna brillaba como el día.

Llegamos al malecón y nos encontramos a un lanchero. Hablamos con él honestamente y le dijimos que necesitábamos que nos llevara hasta Honduras. Le hicimos el cuento. Le dijimos todo lo que habíamos pasado y que ya no queríamos más estar presos. Casi que por piedad le pedimos. 

Roberto 

Como que Dios le tocó el corazón porque nos dijo que cuánto dinero teníamos. Le reunimos trescientos dólares entre todos. Unos lo traían escondido en los zapatos, en una cartera o así. Juntamos los billetes, uno sobre uno, y le prometimos que, si nos llevaba a tierra, le íbamos a dar más.

Veníamos catorce en la lancha. Pero otra vez el mar nos traicionó. Parecía que nos íbamos a morir. Era como si la lancha pegara contra un muro de agua. Golpeados llegamos a un lugar que se llama Isla Cisne, en Honduras. Y esa es una zona militar. 

Desde las Islas Caimán hasta Isla Cisne hicimos un día y medio. Llegamos a Isla Cisne porque se nos quedó poca gasolina. Ahí en isla Cisne llegamos y nos encontramos con un teniente buena gente que nos dijo que al siguiente día teníamos que salir. No nos agarró presos. 

Ahora fíjate tú si no es mala la suerte que traíamos. El hermano de Islas Caimán nos abandonó. Dijo que hasta ahí llegaba su camino, cogió los $300 dólares y se regresó. 

Ahí un soldado hondureño se apiadó de nosotros. El patrón (el hondureño) nos dijo que con 100 litros de gasolina que le pagáramos nos podía llevar a Ceiba. Nos revisamos las bolsas y ya no teníamos nada, hermano. Apenas unos cuántos dólares. Él patrón nos dijo que nos cobraba 1,500 lempiras (60 dólares) a cada uno. Entonces, ¿qué hicimos? Solo pudimos reunir plata para cuatro. Nos fuimos cuatro y los otros se quedaron en la orilla del mar comiendo iguana y plátano. 

Armando

Nos montamos en la lancha sin nada de alimento porque según el jefe con poco peso podíamos llegar en un día. Para no cansarte, al kilómetro 57 nos quedamos sin combustible. Y el mal tiempo, las olas aquellas. Armamos unas velas con plástico de bolsa. A los dos días, el GPS se le acabó la batería. Nos quedamos a la deriva. Nos pasaron como diez barcos por delante y ninguno nos prestó auxilio. Pasamos cinco días en el mar sin comer nada y bajo el sol inclemente. Al final llegamos a un lugar entre Islas Cisne y Guatemala donde son personas de color. Eran gente drogadicta que mataban y eso. No recuerdo cómo se llama la isla. Lo tenía en un papelito, pero ahora mismo lo perdí.

Roberto

Antes de llegar nosotros a desembarcar nos cogió un rompiente de esos y nos hundió el barco, lo desbarató. Nosotros caímos al agua. El barco se viró completo. Ahí nosotros con cinco días sin comer. Yo que no sé nadar me agarré de un pomo plástico donde traíamos la gasolina. Ahí me reguindé yo. Y las olas nos fueron sacando. Ahí nos quedamos sin ropa, sin zapatos, sin nada. Lo perdimos todo, todo, todo. Eran como las seis de la tarde cuando se dio vuelta la lancha. De día. Pero ya casi oscureciendo. 

Armando

Empezamos a sacar la lancha, la amarramos y con una soga empezamos a jalarla hasta la orilla. Dos personas de las que veníamos salieron a ver qué encontraban en la selva. Solo encontraron ropa de gente, de niños, de mujeres. Ropa vieja ya rota, como comida por el mar.

Cuando los dos caminaron una distancia como de 20 metros, una luz como un foco nos alumbraba y nos hacía así, intermitente. Como que nos llamaba. Ya nos había cogido la noche. Yo me ericé. Llegamos a una parte del monte hasta donde había un rancho con unos perros. Pero el patrón dijo vamos para atrás que esto no me huele bien. Eran tres perros negros. Flacos. Caminamos tres kilómetros por toda la orilla del mar. Ahí llegamos pidiendo auxilio. Nadie nos abrió la puerta hasta que llegamos a la casa de una señora cristiana. Ella nos ayudó bastante. Tenía la puertecita enredada con un lazo, pero entreabierta. Cuando se asomó le hicimos la historia y esa señora abrió. Nos dio agua. “¿Ustedes no han comido?”, nos dijo. 

Sacó una mesa y nos dio casabe, arroz, agua fría. Nos dio una atención que para qué te digo. Y mandó a llamar a la familia porque ellos tienen que comunicarse rápido cuando llega alguien. Ella nos dijo: “Cayeron en la casa adecuada porque si se equivocan de casa no salen vivos”. Esa gente son como piratas. 

Le hicimos la historia de la luz. La señora nos dijo que mejor que no la seguimos porque esa luz pierde a la gente en medio del monte y después se encuentra la gente muerta. Aquí han naufragado. Ahí se veía ropa y cosas de gente que ha naufragado. De esa luz nadie se salva. 

Nos dieron ropa, alimento, toalla. Y nos dieron una casa arriba con todas las condiciones. Al otro día el patrón llamó a una gente para que le mandaran dinero. Y le mandaron. De ahí nos llevó hasta Ceiba. Nos dijo que porque se le rompió la lancha nos iba a cobrar otros 1,500 lempiras por cabeza. ¿Y nosotros qué podíamos hacer, hermano? Decirle que sí. Al día siguiente salimos temprano ya montados en el motor.

Finalmente llegamos a Ceiba. Nosotros ni lo podíamos creer. Por suerte uno de los que está allá había metido su teléfono en una bolsa plástica y lo salvó. Nos pudimos comunicar y pedir más dinero a nuestra familia. 

Pero ahora viene lo peor. 

Como pasamos varios días sin dinero, el hondureño a punta de pistola nos dijo que si queríamos comer teníamos que trabajar para él en su finca. Así que nos puso a limpiar maíz. Hermano, yo nunca había hecho eso, yo lo que soy es pescador. Pasamos 21 días trabajando ahí, hermano. 21 días.

Logramos conseguir todo el dinero para pagarle ya no solo por el viaje en lancha sino por los días y la alimentación. Encima de haber trabajado para él. Pensábamos que era alguien del crimen organizado porque tenía armas. Pero finalmente no fue tan malo y nos dejó ir. De ahí salimos y nos encontramos con unas amistades de Cuba que estaban en Honduras. 

Ahí cogimos un autobús para salir de Honduras hasta llegar a aquí a Tapachula a contarte esta historia a ti.

Autor

  • Periodista salvadoreño. Cubre violencias, migración y crimen organizado en México y Centroamérica. Ha publicado en The New York Times, The Guardian, El País, entre otros. Premio Ortega y Gasset 2024 y Premio a la excelencia de la SIP en 2019 y 2023.

    Ver todas las entradas

Por

Comparte: