—Ven, te vamos a mostrar —dice Jaguar mientras entramos en una cabaña.
Cuatro indígenas q’eqchi’ abren un baúl de madera con la delicadeza de quien desvela un tesoro. En su interior reposan tres rifles de caza, una carabina calibre 22 modificada para disparar tiro a tiro y varias cajas rebosantes de munición. Es el armamento que han acumulado a lo largo de dos años.

—Con esto en las manos vamos a morir —sentencia el líder de esta resistencia armada.
Jaguar es un hombre musculoso, pequeño y de gesto rudo, que fue militar durante casi una década luego de ser reclutado a la fuerza durante la guerra civil de Guatemala. Ahora, 30 años después, usa su conocimiento de combate y de armas para enseñarle a su pueblo a defenderse de los invasores.
Él nos ha traído hasta esta comunidad en la cima de una montaña en la Sierra Santa Cruz, una cordillera ubicada al noreste de Guatemala que atraviesa los departamentos de Izabal, Zacapa y Baja Verapaz. Antes de llegar nos ha pedido que no revelemos su nombre real ni el de la comunidad por la seguridad de todos.
Entrar o salir de aquí es una misión difícil. El camino es una pendiente estrecha y de una arcilla roja resbaladiza. En verano se puede subir a pie, en motocicleta de montaña o en vehículos de doble tracción y en invierno la comunidad queda incomunicada durante semanas o meses. Aquí nadie ha tenido nunca agua potable. Los niños no pueden llegar a una escuela cercana, y cuando alguien se enferma, debe estar muy grave para que entre varios hombres lo carguen hasta el pueblo más próximo. Sin embargo, la fertilidad de su tierra y su altura perfecta para la siembra de cultivos como el café, el banano o la coca ha convertido a este lugar remoto en tierra de deseo para terratenientes y narcotraficantes.
“Estos tiros los hemos comprado con sudor, con el esfuerzo de cada familia. Cada uno pone una cantidad, un aporte, y así vamos comprando munición o armas nuevas para defendernos”, dice Jaguar. Cada caja de munición cuesta unos 30 dólares, lo equivalente a una semana de trabajo en el campo de una familia.

Unos 40 indígenas, entre hombres, mujeres y niños, observan a los cuatro guerreros preparando sus armas frente a la casa comunal, que como todas las del pueblo está construida de tablas y hierba seca. “Aquí están enterrados nuestros padres. De aquí somos. Y de aquí no nos vamos a mover”, dice Jaguar. Los q’eqchi’ asienten furiosos.
Hace un mes, un grupo de hombres armados, vistiendo ropas oscuras, subió a esta comunidad a sembrar una amenaza: “o se van de estas tierras o regresamos a violar a las mujeres y a matarlos a todos”, dijeron. El remitente de aquel mensaje, según los q’eqchi’, era el terrateniente Luis Fernando Arriaza Migoya, un poderoso bananero guatemalteco, hermano de Miguel Ángel Arriaza. La familia Arriaza Migoya es dueña de un conglomerado de 31 empresas que los convierte en los reyes de la banana y la palma africana en la región norte de Guatemala. Además son señalados de estar detrás de los desalojos de la Comunidad de Buena Vista y de otras comunidades indígenas q’eqchi’ de Izabal.
Busqué a ambos empresarios para saber su postura ante los señalamientos, pero hasta el cierre de esta publicación ninguno había respondido.
Hace una semana, unos hombres de negro intentaron volver a subir la montaña. “Venían en una camioneta blanca, como las que usan los narcos por aquí”, asegura Jaguar. Él sabe que sus armas son poco en comparación con las AR-15 o las AK-47 que portan los hombres de ropas oscuras. Pero hay algo con lo que ellos cuentan y sus invasores no: ellos conocen la sierra como nadie y además, creen, están bajo la protección de los espíritus de la montaña.
Jaguar cuenta que el último intento de invasión se produjo hace solo unos días. “Nos agarramos como dos horas y no los dejamos pasar hasta que se fueron. Pero sabemos que pronto van a regresar”.

Antes de descender la montaña, un grupo de hombres se reúne con Jaguar. Hablan en voz baja. Luego, cuatro de ellos toman sus machetes y suben a la cama del pick up. Otros dos montan sus motocicletas de montaña. Nos dicen que nos escoltarán hasta el primer pueblo, porque el camino hacia abajo puede ser peligroso.
“Cuando veníamos, allá abajo estaban unos tipos en unas motos. Ellos trabajan para el narco y es posible que los quieran parar para preguntar qué andan haciendo ustedes por aquí”, explica Jaguar.
Emprendemos el descenso con una moto abriendo paso y otra detrás. El cielo se empieza a oscurecer y la calle de arcilla se vuelve cada vez más impredecible. Antes de llegar al primer pueblo, los vemos: los hombres en las motos. Nos observan, levantan los teléfonos y toman fotos del pick up. Se escuchan gritos en q’eqchi’.
Al llegar al pueblo, la guardia q’eqchi’ baja del carro y se sube a las motos. Nos despedimos y seguimos rumbo a El Estor, donde Jaguar nos presentará a alguien más, alguien que, dice, podrá explicarnos más en qué consiste su resistencia.
Lluvia
Hace mucho tiempo, cuando los dioses decidían sobre la vida de los hombres y de la Tierra, una sequía cayó sobre los pueblos mayas. Los campos se agrietaban, los cenotes se secaban, y los jaguares descendían de las montañas hambrientos y desesperados. En su sabiduría, los sacerdotes mayas descubrieron la causa de aquel desastre: Los Señores de Xibalbá, los espíritus de la muerte y la oscuridad, habían desatado una tormenta de fuego, para castigar a los humanos por olvidar el equilibrio del mundo. Los dioses del inframundo querían un reino de sombras, donde la lluvia nunca cayera y los hombres se convirtieran en polvo. Los mayas acudieron a Chaac, el dios de la lluvia, y ante sus plegarias, de lo alto descendió un guerrero desconocido. Su cuerpo era grande, su nariz alargada y sus dientes largos como los de una serpiente. Iba cubierto con la piel de un jaguar y en su mano llevaba un hacha gigante hecha de jade.

La revolución de los pescadores
Nos sentamos alrededor de una mesa de madera en un pequeño muelle en el lago Izabal. Está atardeciendo y las pequeñas olas producen un sonido que arrulla. De pronto, caminando sobre el puente del muelle, aparece una mujer grande de semblante serio. Viste una falda indígena con textura de colores púrpura y celeste. Tiene el pelo recogido en una cola y de sus orejas cuelgan unos aretes en forma de pescado. Su nombre es Olga Che, es pescadora, tiene 40 años y desde hace siete es una de las líderes de la lucha contra los invasores y por la defensa del lago.
Olga se sienta a la mesa y nos dice que un día de enero de 2017 estas aguas diáfanas que ahora mecen nuestros pies amanecieron teñidas de color rojo. Poco después, cuenta Olga, los pescadores vieron manatíes, tortugas y peces muertos en la playa del lago.
“Vimos que el agua roja salía de la planta donde procesan la piedra de la mina. Estaba contaminando el lago”, dice Olga. Esa mina es propiedad de la Compañía Guatemalteca de Niquel (CGN) y la Procesadora de Niquel de Izabal (Pronico), subsidiarias de Solway Investment Group, la compañía minera de capital suizo-ruso que acecha Izabal.
Esta misma minera es la responsable de explotar las montañas en El Estor, en las que Lobo señaló las heridas a Oxlajú Aj, es espíritu que, según los q’eqchi’, la habita. Esta minera detuvo sus actividades en 2023, pero a finales de septiembre de 2025 estaba anunciando su pronta reactivación.
Los pescadores q’eqchi’ organizaron una comitiva para pedir explicaciones a la minera, pero nadie les abrió la puerta. Luego fueron a la municipalidad y más tarde acudieron al gobernador departamental. Pero tampoco fueron atendidos.
Los q’eqchi’ pidieron ayuda a una organización humanitaria para que realizara un análisis de las aguas teñidas de rojo.“Los resultados decían que había contaminación con sustancias tóxicas que venían de la planta de la mina”, dice Olga.
Una investigación de Prensa Comunitaria asegura que la mancha roja fue provocada por el derrame de material fundido tras la explosión de la caldera número tres, causando la muerte de siete trabajadores. Ese mismo informe reveló una serie de correos electrónicos internos de la minera en la que aceptaba la contaminación era producto de “material sedimentado” proveniente de una de sus calderas y decidió ocultarla.
Por su parte, el Ministerio de Medio Ambiente de Guatemala, para entonces bajo el mando del expresidente Jimmy Morales, fue a tomar muestras al lago. Pero su lectura fue diferente: la mancha roja, dijo el ministerio, era producto de la proliferación del alga Botryococcus braunii y aquello más bien era culpa de la contaminación por parte de los pobladores. Olga lo niega. “Toda mi vida he pescado aquí. Aquí pescó mi padre y mis abuelos y nunca habíamos visto algo así”, dice.
En marzo, los mercados cercanos dejaron de comprar el pescado que salía de las aguas rojizas del lago de Izabal. “Nosotros vivimos de la pesca. ¿De qué ibamos a comer si nadie nos compraba nada? La gente decía que el pescado de aquí estaba contaminado”, dice Olga.

Según un informe de ResearchGate, más de 10,000 personas de 19 comunidades, viven de la pesca alrededor del lago Izabal.
El 19 de mayo de 2017, cuatro meses después de la aparición de la mancha roja en el lago, los pescadores lograron una reunión con el entonces alcalde Rony Mendez. “Solo nos dijo que eso ya se iba a resolver. Pero pasaron los días y nada”, recuerda Olga.
Después de aquel encuentro sin frutos, los pescadores decidieron apostarse frente a la puerta de la alcaldía y durante ocho días no se movieron de ahí. Se turnaban para permanecer despiertos y atentos todo el día. El 27 de mayo lograron una segunda reunión con el alcalde. Pero, de nuevo, la respuesta fue el equivalente a nada.
Al salir de la última reunión, los q’eqchi’ decidieron mostrar más músculo y unos 300 pescadores dejaron sus lanchas a orillas del lago y se agruparon frente a la puerta de la alcaldía a esperar una solución. Fueron acompañados por el padre Ernesto Rueda, el párroco de El Estor. “Él nos dijo que teníamos que hacer una resistencia pacífica, sin violencia”, dice Olga. Los indígenas pensaron que la presencia del sacerdote les daría cierta protección ante las autoridades y la minera. Pero no fue así.
Cerca de las 2:00 de la tarde del 27 de mayo, un ejército de patrullas y antimotines de la Policía Nacional Civil rodeó a los pescadores. Venían armados y con pocas ganas de preguntar.
“Eran un montón de patrullas. Solo policías. No venía el Ejército. Eran antimotines y la PNC. No dieron tiempo para escucharnos, sino que vinieron directamente a dispararnos. Disparaban, disparaban, disparaban. Tiraron gas lacrimógeno. Era una nube que cubrió todo. Y entonces la gente empezó a correr”, cuenta Olga.
“A mí me persiguieron porque en ese momento cargaba la mochila donde teníamos las actas y los documentos donde le exigíamos al Gobierno y donde teníamos el estudio de la mancha que apareció en el lago. Los policías buscaban ese documento.”, recuerda. “No me lograron agarrar porque corrí bastante. Pero al que sí alcanzaron fue a Carlos”.
En medio de la desbandada y los disparos de la Policía, el pescador Carlos Maaz cayó abatido. “La gente gritaba, lloraba, era un caos”, recuerda Olga.

Horas antes, Carlos Maaz había ido a almorzar a su casa. “Cuando venía de regreso, él no sabía que la Policía ya estaba ahí. Llegando iba cuando le dieron bala. Le dispararon en el pecho. Le dieron dos disparos”, cuenta Olga.
El cuerpo de Carlos permaneció tirado durante horas a unos metros de la alcaldía, en medio de cuatro patrullas de la delegación Izabal y ante la mirada de los policías. Al cabo de una hora, los agentes se fueron dejando el cuerpo abandonado. Al ver que ninguna autoridad llegaba a recogerlo, casi doce horas después de ser asesinado, los pescadores pidieron ayuda al padre Ernesto para llevarlo en su carro a sepultar.
Al día siguiente, la Policía montó una conferencia de prensa celebrando los resultados de la operación y negando la existencia de cualquier persona herida y menos muerta. Durante meses, todas las autoridades, la Policía, la Fiscalía, la municipalidad e incluso el gobernador departamental negaron la muerte de Carlos Maaz. De hecho, llegaron a negar la existencia de Carlos Maaz.
Sin embargo, nadie contaba con que a aquella manifestación había asistido un periodista indígena del medio Prensa Comunitaria, Carlos Choc. Él tomó una serie de fotografías que comprobaban el hecho. En una de ellas se ve el cuerpo de Carlos tirado frente a la municipalidad, en medio de las patrullas y el gas lacrimógeno mientras un policía apunta con su pistola a la cámara.
Incluso después de esa prueba contundente, el caso sigue en la impunidad hasta el cierre de esta investigación. La única respuesta por parte de las autoridades fue abrir un caso penal contra el periodista Carlos Choc por los delitos de manifestación ilícita e instigación a delinquir, por lo que tuvo que exiliarse del país.
Olga guarda silencio durante unos segundos intentando no romper en llanto al recordar la tragedia. “Carlos era mi amigo. Éramos además compañeros de lucha. Matándolo a él nos quieren matar a todos”, dice.
El viento sigue moviendo las aguas mansas del lago de Izabal que ahora ya no están teñidas de rojo, pero sí contaminadas, según Olga. La mujer se despide de nosotros y se va por el camino del muelle desapareciendo en la oscuridad.
Pruebas
Nacido entre tormentas y con su hacha forjada por relámpagos, Chaac Bolay, la advocación del dios Chaac, descendió desde lo alto a desafiar a los señores de Xibalbá. Al ver su valentía, los espíritus del inframundo decidieron someterlo a tres pruebas. Primero, lo encerraron en un laberinto lleno de calaveras que intentaron devorarlo. Chaac Bolay usó su hacha para iluminar el camino y así logró escapar. La segunda prueba fue hacerlo cruzar un río de lava ardiente. Chaac Bolay clavó su hacha e invocó a la lluvia para apagar las llamas y cruzar caminando el estrecho. Y la tercera prueba fue enfrentar a los señores de la muerte. El dios de la lluvia usó de nuevo su herramienta divina para separar la tierra y así hacer emerger el agua atrapada en las profundidades hasta la superficie.
Una alfombra con dinero y un estado de sitio
Amanece sobre el lago de Izabal. Jaguar y Lobo, nuestro guía del capítulo anterior, nos esperan en el muelle junto a un tercer líder q’eqchi’, que se presenta de una forma particular: se quita la camisa y muestra unas cicatrices en su brazo izquierdo. Son ocho puntos hundidos en su piel que forman una especie de círculo. Cerca hay otras heridas lineales y más arriba, llegando a su hombro, más puntos dispersos. “Esto es de un escopetazo que me dieron hace unos años, de milagro me logré salvar”, dice. También dice que tiene miedo de que la próxima vez no corra con tanta suerte y por eso pide ocultar su nombre. Lo llamaremos Venado.

El 4 de octubre de 2021, unos 300 q’eqchi’ descendieron de las montañas de la sierra Santa Cruz y de las comunidades de El Estor y bloquearon la calle principal del municipio. El descontento surgió luego de que la empresa minera CGN-Pronico, subsidiaria de Solway, continuara sus operaciones a pesar de que dos años atrás, en 2019, la Corte de Constitucionalidad de Guatemala ordenara suspender su actividad y que en 2020 la misma corte reiterara esa orden.
Los q’eqchi’ mantuvieron los bloqueos durante tres semanas, turnándose para no perder fuerza. El objetivo era impedir el paso de combustible y carbón hacia la planta procesadora de níquel y así, quizá, ser escuchados. Revisaban cada camión y solo dejaban pasar los que llevaban alimentos o bienes básicos. Con el tiempo, los camiones con diésel y carbón comenzaron a acumularse en la entrada de El Estor, mientras las turbinas de la mina se iban apagando. “Ya habíamos logrado que se apagaran dos turbinas. Solo nos faltaba una cuando llegó la represión”, recuerda Lobo.
El 23 de octubre, cerca del mediodía, los q’eqchi’ en resistencia recibieron una alerta: un enorme convoy de carros militares iba cruzando a toda velocidad el puente Río Dulce, a unos 50 minutos de distancia del bloqueo. Luego, recibieron otra alerta: los pescadores habían visto varias lanchas “piraña”, unidades acuáticas que usan los militares para perseguir narcotraficantes en la zona.
“De repente solo vimos que venían llegando. ¡Eran cientos! ¡Cientos! ¡Y venían con armas largas!”, dice Lobo. “Nos tenían rodeados y sin razón empezaron a tirarnos gas lacrimógeno”, añade Venado, con los ojos bien abiertos, recordando aquella escena.
El Ejército había sido enviado en refuerzo por el gobierno del entonces presidente Alejandro Giammattei, comandante en jefe de las fuerzas armadas guatemaltecas.
Una inmensa nube de humo se expandió sobre la entrada de El Estor. Los tres líderes coinciden en que la nube era tan grande que se metió a las casas cercanas provocando que la gente que estaba resguardada saliera llorando por el ardor en los ojos y el bloqueo de la respiración.
“Ese humo sí es horrible. Pica, arde y no lo deja respirar a uno. Se mete en los ojos”, dice Lobo.
Cuando el gas lacrimógeno se esparció y los q’eqchi’ huyeron para poder respirar, los carros artillados del Ejército de Guatemala escoltaron los camiones con diésel y carbón para que la mina siguiera funcionando. La resistencia se había disuelto.
Un día después, el 24 de octubre, Giammattei promulgó un estado de sitio en todo el municipio de El Estor y al día siguiente, el 25, fue ratificado por el Congreso. Durante 29 días seguidos los q’eqchi’ vivieron bajo estado de sitio. La medida fue retirada el 22 de noviembre, pero los militares, dicen los líderes, no se retiraron ese día sino hasta casi un mes después.

En septiembre de 2021, un mes antes de que Giammattei enviara al Ejército y decretara un estado de sitio, varios medios de comunicación hicieron eco de supuestos sobornos al presidente provenientes del empresarios rusos . Los señalamientos se basaban en un el dicho de un testigo protegido que confesó a la Fiscalía Anticorrupción de Guatemala, que él mismo había entregado una alfombra llena de dinero, una regalía “respaldada por Rusia” con el objetivo de “sobornar a Giammattei”. Posterior a las publicaciones, el Ministerio Público de Guatemala anunció que abrió una carpeta de investigación, aunque no contra el presidente por gozar de fuero político.
“¡Eso explica tanto interés de Giammattei por respaldar a la minera!”, exclama Lobo. “¡Porque a él le daban dinero!”.
En las semanas siguientes a la represión de octubre, y bajo el régimen militar que intimidaba a los q’eqchi’, la minera promovió una consulta comunal con la que pretendía superar la orden de la Corte Constitucional. Sin embargo, dejó fuera de la consulta a todas las comunidades q’eqchi’. “Aquí a nadie le preguntaron y la minera presentó un documento diciendo que nosotros estábamos de acuerdo, pero eso era totalmente falso. Además, ¿quién va a decir que no con los militares enfrente?”, dice Venado.
En medio del estado de sitio, los terratenientes aprovecharon para ejecutar más desalojos en El Estor. Una de las comunidades afectadas fue Chinebal. El 17 de noviembre, un grupo de hombres armados llegaron a la comunidad diciendo que venían de parte de la empresa Naturaceites, la empresa de palma africana más grande en la región cuyo producto estrella es el aceite Capullo. “Llegaron con policías y militares y le dijeron a la gente que si no se salían de las casas, las iban a quemar con ellos adentro”. Los q’eqchi’ salieron y los hombres armados quemaron las casas.
(Cuatro días antes de esta publicación, este medio buscó contactar con Naturaceite para obtener su versión de los hechos. Tras varias llamadas al número que aparece en su página web y luego de dejar un mensaje por escrito a través del mismo sitio, no hubo respuesta).
A mediados de diciembre de 2021, los militares se retiraron de El Estor y la minera continuó con sus operaciones con normalidad luego de que los militares dejaran sembrado el miedo en la comunidad.
En noviembre de 2022, que la Oficina de Control de Activos Extranjeros (OFAC, por sus siglas en inglés) del Departamento del Tesoro de los Estados Unidos señaló a Dmitry Kudryakov, de nacionalidad rusa, y a Irina Litviniuk, bielorrusa, por su participación en “la explotación del sector minero de Guatemala, así como a tres entidades conectadas con sus esquemas de corrupción”. Tres meses después, las subsidiarias de Solway detuvieron sus operaciones de golpe y se marcharon.
Cuando visitamos El Estor, a mediados de 2024, la mina CGN-Pronico estaba detenida, pero los q’eqchi’ tenían miedo de que pronto regresaran. Por eso Lobo señalaba las heridas dejadas sobre uno de los cerros donde operó y el daño al espíritu Oxlajú Ah.

El 5 de febrero de 2025, la minera giró una carta anunciando su regreso. “Se informa que seguimos avanzando en la gestión de financiamiento necesario para el reinicio de nuestras operaciones”, dice el documento publicado en su página de Facebook. “Una vez asegurado el financiamiento, informaremos oportunamente a través de nuestros canales sobre el inicio de las contrataciones abiertas. Se estima un periodo de 10-12 meses para completar el equipo necesario para el reinicio de nuestras operaciones”. En septiembre emitió otro comunicado similar. Los pasos del gigante se escuchan volviendo a Izabal. La amenaza sobre los bosques y las montañas de los q’eqchi’ regresan. La montaña que cuida Lobo vuelve a estar en peligro.
Le pregunto a Jaguar si alguna vez han ganado una tan sola batalla contra los invasores. Frunce el ceño y me mira. “Vamos, te voy a mostrar”, me dice. Nos subimos al pick up para ir a una nueva comunidad.
La resistencia
Con su hacha de jade, Chaac golpeó la bóveda celeste y quebró la prisión de las aguas. Las nubes, liberadas de su encierro, rompieron en tormenta, inundando los campos secos y llenando nuevamente los ríos. La tierra bebió con ansias, y con ella, renació la esperanza. Los señores del inframundo, viendo que no podían retener la lluvia ni someter a Chaac, intentaron silenciar a aquellos que lo invocaban. Pero no pudieron. Desde entonces, Chaac no solo es el dador del agua, sino también el espíritu de la resistencia. Los pueblos que recuerdan su historia saben que Chaac no solo trae el agua, sino que es el latido de la lucha, la promesa de que después de la sequía, siempre vuelve la lluvia. Cada vez que hay sequía y los campos empiezan a agrietarse, si una tormenta cae precedida por un trueno, los mayas confían en que es Chaac resistiendo nuevamente.
Vencer a los invasores
Subimos nuevamente por las montañas de la sierra de Santa Cruz patinando sobre arcilla roja hasta llegar a la comunidad El Esfuerzo Túnico. Ahí nos reciben unos 50 q’eqchi’ entre hombres, mujeres, niños y ancianos. El centro de esta comunidad es una explanada en la que sus habitantes han construido una iglesia de ladrillo y dos ramadas grandes de techo de palma que sirven como salones de reunión.
Entramos a uno de los salones. Tres hombres y tres mujeres hablarán en nombre de las cerca de 70 familias que viven aquí. Nos sentamos alrededor de una mesa de madera rectangular.
La comunidad El Esfuerzo Túnico se fundó en octubre de 2016, pero su historia se remonta ocho años atrás. En 2008 el bananero Miguél Ángel Arriaza Migoya se declaró dueño de estas tierras y con un legajo de papeles en mano se presentó ante los q’eqchi’ que habitaban esta montaña. Les dijo que a partir de ese día les permitiría vivir ahí a cambio de que trabajaran para él en sus plantaciones de banano. Les dijo además que, mientras la plantación arrancaba, les daría un pago simbólico en efectivo y que poco a poco les daría un salario y prestaciones como seguro médico.
Los q’eqchi’ empezaron a trabajar por pagos entre 30 y 50 quetzales (unos 3-6 dólares) por jornada. Pasaron los años y las jornadas de trabajo se fueron volviendo más y más pesadas, pero la paga seguía igual. Las prestaciones nunca llegaban y quienes reclamaban eran despedidos.
En el 2010 los q’eqchi’ empezaron a organizarse. Veían que en otras zonas de Izabal, el mismo terrateniente y otros invasores se iban adueñando de la tierra así como les pasó a ellos. Dos años después, cuando se sintieron con la suficiente fuerza entre los trabajadores de la bananera, intentaron arrancar un proceso de negociación con Arriaza Migoya. Cuentan que Este les respondió que tenían que espera más.
En 2014, los trabajadores de la bananera organizaron una huelga y le dijeron al terrateniente que si no pagaba no trabajarían más para él. El empresario los despidió a todos, cerca de 500 trabajadores.
Al día siguiente de su despido, un grupo de hombres armados llegó a su comunidad a decirles que se tenían que ir porque la tierra donde vivían era del empresario. Al día siguiente regresaron. Esta vez acompañados por la policía. Las autoridades forzaron el desalojo y los q’eqchi’ quedaron deambulando, durmiendo entre los árboles, en el monte, protegidos con carpas de plástico. Sus niños dormían bajo el sol y la lluvia. Así pasaron hasta mediados de 2016.

Los desplazados se reorganizaron y buscaron un terreno con las condiciones para fundar una nueva comunidad. Un lugar cercano y accesible al centro de El Estor, con tierras buenas para sembrar y donde construir casas y una iglesia. Entonces encontraron este lugar y se vinieron a vivir aquí.
A principios de octubre de 2016, un grupo de hombres llegó de nuevo con la amenaza. Pero los q’eqchi’ respondieron que si los querían sacar, tenían que venir preparados. Los indígenas consiguieron armas. Un par de carabinas y poca munición.
“Los enfrentamos. Realmente ellos tenían armas más poderosas, pero nosotros conocemos la montaña, conocemos las quebradas, los ríos, porque esta tierra es nuestra”, dice uno de los representantes de la comunidad.
A finales de octubre de 2016, luego de haber ganado aquella batalla, los líderes se reunieron a pensar un nombre para la comunidad y la bautizaron El Esfuerzo Túnico. El Esfuerzo por todo lo que había implicado recobrar la tierra y por lo que implicaría volver a construir una comunidad, sus casas, sus caminos y su cosecha. Túnico porque es el término que se usa para describir a ciertos bulbos que nacen protegidos por membranas, como una cebolla. “Así nos protegemos nosotros, entre todos”, dice otro de los líderes.

Cuando terminan de contar la historia, un grupo de hombres y mujeres se paran frente al centro de la planicie. “Esta es nuestra tierra, aquí nacimos, y aquí nos vamos a morir”, dice una mujer indígena. Los hombres llevan unas varas largas en la mano en signo de resistencia.
“¿Ustedes creen que ese hombre poderoso se va a quedar así?”, les pregunto. “No”, me responde uno de los líderes. “Pero si vienen de nuevo, aquí vamos a estar”.
* El nombre real de Lobo se ha omitido por cuestiones de seguridad.
* Los mitos que aparecen en este texto están basados en el Popol Vuh, el libro sagrado que explica el origen del mundo maya.
*Ni el gobierno central ni la Policía Nacional Civil atendieron las peticiones de entrevista al cierre de esta investigación.


