Vaquero es un periodista de nota roja con larga data en Chiapas. Eso es todo lo que puedo decir sobre él. Publicar su nombre real o perfilarlo más podría poner en riesgo su vida o la de alguien que se le parezca. Después de esta plática me reuniré con un investigador de la Policía Estatal. Sin que yo le pregunte me hablará de Vaquero y me dirá que ya tiene la vida prestada. El narco solo está esperando a que haga una marca más para cobrárselas todas juntas.
Sentado en los sillones acolchonados de un restaurante en el norte de Tapachula, Vaquero habla en voz quedita, mira a su alrededor y me dice que ha aceptado venir hasta acá porque siente que necesita contar lo que ha visto y también lo que ha hecho. Eso nunca lo podrá hacer como periodista porque en Chiapas, como en otras zonas de México, el periodismo se parece más a un manual de supervivencia que de periodismo.
—N´ombre, hermano. Tú no lo ves, pero aquí se está librando una guerra—, me dice.
En los meses siguientes a esta primera plática con Vaquero comenzaré a vislumbrarla. A una cuadra de mi apartamento le descargarán 30 disparos de arma larga a un hombre que caminaba sobre el andén. Una semana aparecerá el cuerpo desmembrado de un hombre con la cabeza enrollada con cinta adhesiva y un letrero: “Esto le pasa a los coyotes que no pagan”. Otra, matarán a un expolicía federal acusado de traficar personas y circulará un video donde hombres armados con fusiles y chalecos antibalas se bajan de una camioneta y le disparan a dos hombres saliendo de un bar. Ningún periódico lo atribuirá a una estructura criminal con nombre y apellido. Solo se hablará del Crimen Organizado.
—Están entrando las cuatro letras y vienen con todo. Les interesa la plaza —me dice Vaquero esta tarde de 2022.
Las cuatro letras son las iniciales del Cartel Jalisco Nueva Generación. Al Cartel de Sinaloa se le llama las Tres Letras. Solo así. El miedo moldea los códigos y el ingenio para decir lo que no se puede nombrar. Lo que ocurre en Tapachula me recuerda a lo que escuché durante años en El Salvador, donde la población le llamaba “Letras” a los miembros de la pandilla Mara Salvatrucha y “números” a los del Barrio 18.
Chiapas, y en concreto Tapachula, había sido un territorio bastante tranquilo en comparación con otros estados mexicanos como Sinaloa o Guerrero. Además de ser la meca de la migración en el sur de México, Tapachula es también un eslabón importante en la ruta del tráfico de drogas. Sin embargo, había mantenido una cierta calma desde que el Cartel de Sinaloa barrió a Los Zetas y asentara su hegemonía criminal sobre el estado hace más de una década.
Pero ahora la disputa de las siete letras hace que el miedo se sienta. El 21 de octubre de 2024, el Instituto Nacional de Estadísticas y Geografía publicará que Tapachula es el municipio con mayor percepción de inseguridad del país, incluso arriba de Celaya, en Guanajuato, o Culiacán, en Sinaloa, dos ciudades en guerra por el narco. El estudio dice que el 91.9% de las personas se sienten inseguros en esta ciudad.
—Aquí como periodista te recomiendo que tenés que ser ético —me recomienda Vaquero.
—¿Y qué es ser ético para vos? —pregunto, intentando no ofenderlo.
—No tenés que jalar ni para uno ni para el otro —responde—. Por ejemplo, hace unos días incautaron 200 kilos de coca ahí en una bodega. Yo sé que se la incautaron a las cuatro letras. Pero mi deber como periodista es no decir a quién se la quitaron porque eso les afecta a ellos. ¿Me entendés?
Y Vaquero continúa ejemplificando su visión construida con dos décadas de carrera sobre la “ética” y la “objetividad”.
—La otra vez mataron a una señora. Era la mujer de un poderoso de aquí de las tres letras. La mataron y la dejaron en un monte. Yo me enteré de eso. Unos policías me pasaron las fotos de ella y yo las publiqué. Salí del periódico a almorzar y de repente me cayeron unos vatos en una moto. Por la ventana me aventaron un rollo de billetes y un teléfono. “Quieren hablar contigo”, me dijeron. Era el señor. Me dijo que tenía diez minutos para bajar la nota. Inmediatamente llamé al editor para que borrara esa mierda.
—¿Y el dinero? —pregunto.
—Lo agarré porque a ellos no se les puede hacer un mal gesto —me dice.
Al terminar nuestra primera conversación, Vaquero me da un último consejo. “Ten cuidado con lo que escribas porque esas mismas letras te pueden matar a ti”.
Con el paso de los años hablaré más veces con Vaquero sobre las siete letras, que también irán apareciendo en reuniones con policías y en las conversaciones casuales en bares y fiestas en Tapachula. Cada vez se hará más común empezar la conversación con la misma frase: “Andan matando”.
La guerra de la que me advertía Vaquero hace dos años ahora es cada vez más visible para todo el mundo. En marzo de 2023 asesinaron a tres ecuatorianos que intentaron escapar de una bodega en las afueras de la ciudad; el 2 de octubre, un día después de la toma de posesión de la presidenta de México, Claudia Sheinbaum, el Ejército mató a otros seis en un presunto enfrentamiento con miembros del crimen organizado que los llevaban secuestrados. Mientras escribo esto, asesinan en San Cristóbal de las Casas al padre Marcelo López, un férreo defensor de los derechos humanos. Él, sin otro manual que el de la dignidad y la valentía, denunció a gritos lo que la mayoría calla para sobrevivir: las letras se están apoderando de Chiapas.
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Periodista salvadoreño. Cubre violencias, migración y crimen organizado en México y Centroamérica. Ha publicado en The New York Times, The Guardian, El País, entre otros. Premio Ortega y Gasset 2024 y Premio a la excelencia de la SIP en 2019 y 2023.
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