La silla de plástico cruje cuando Victoria salta con las piernas abiertas sobre un hombre gordo que le hunde el bigote entre sus pechos. Ambos se asustan y guardan silencio durante un segundo mientras el reggaetón retumba en la rocola. Son cerca de las diez de la noche. Estoy en la zona roja de Tapachula y ya no cabe nadie más en este “bar diurno”, un nombre con el que llaman en este pedazo del mundo a las cantinas de mala muerte donde a las ocho de la mañana ya hay gente abyecta de embriaguez. Victoria y el hombre gordo estallan en carcajadas después del susto. Ella se empina una botella de Corona y sigue saltando, y el bigote vuelve a desaparecer.
En esta cantina hay personas de al menos ocho nacionalidades. “El Cuba”, el mesero, llegó desde su isla con su mujer y aquí se quedó solo porque el dinero apenas les alcanzaba para pagar un viaje a un coyote que los cruzara a Estados Unidos. Benja, uno de los vigilantes, salió de Caracas después de que su madre vendiera su cama a cambio de comida. Ariana, una de las ficheras, las mujeres que bailan sobre las piernas de los hombres, es hondureña y huyó de San Pedro Sula después de que unos sicarios mataran a su marido. Victoria, me contará en unos minutos, es de El Salvador. Este lugar turbio es un buen resumen de la ciudad en que habita, uno de los epicentros de la migración mundial. Quizá por eso sus dueños decidieron nombrarlo con buen tino “La Ruta”.
Los clientes se reúnen en medio de un calor infernal apenas aplacado por dos pequeños ventiladores y la nube de humo que se mezcla con las luces de neón. Ellos son también de varias partes del mundo y muchos no querrían estar aquí. Las políticas antiinmigrantes impulsadas por Estados Unidos e implementadas por México, según los cálculos de activistas, retienen a unos 30 mil migrantes atrapados en la frontera sur de México. Muchos esperan por miedo a ser secuestrados o asesinados en el camino. Otros esperan para conseguir dinero. O esperan porque se quedan sin más opción. No por nada los activistas han convenido en rebautizar la ciudad con un juego de palabras: “La Trampa-Chula”.
Por Tapachula, según un registro de la Comisión Mexicana de Ayuda a Refugiados, han pasado más de 600,000 personas de 165 países de los cinco continentes en los últimos diez años. Es decir, por esta ciudad han pasado migrantes del 85% de los países del mundo reconocidos por la ONU. Eso sin contar la enorme cantidad de personas que cruzan sin dejar huella.
En Tapachula, según un estudio realizado por el Centro de Dignificación Humana AC, para 2016 había tantos bares y cantinas que si todos sus habitantes salieran a tomar un día X a la misma hora, habría 17 veces más chance de que encontraran un asiento en un bar que si los habitantes en Brooklyn hicieran lo mismo.
En lugares como la Ruta cientos de personas de diferentes nacionalidades se reúnen cada noche a explotarse entre sí. Unas entregan dinero. Otras, como Victoria, lo único que tienen: su cuerpo.
Si Nueva York es la capital del mundo donde la gente persigue sus sueños, Tapachula parece ser el lugar donde confluyen todos sus males.
Victoria pide otra cerveza y el hombre gordo de bigote acaricia sus nalgas, sus pechos, le toca la cara, la sujeta para besarla y le mete la lengua babeante. Él sigue riendo a carcajadas. Ella pone cara de asco cuando los dedos mugrientos del cliente buscan hurgarle entre sus piernas. Cada cerveza que aquel hombre paga para ella cuesta $220 pesos mexicanos, algo más de diez dólares. El trato, me dirá Victoria después, es así: de esos diez, a ella le quedan seis y cuatro son para el local. Un cliente puede invitarla a una cerveza o siete. Victoria siempre deberá dejarse tocar y manosear. A veces más.
Tapachula es una especie de paraíso para la trata de mujeres migrantes. La ONU dice que para que el verbo tratar se conjugue debe existir “amenaza, uso de la fuerza u otras formas de coacción”. Y, sin embargo, según lo que me contará Victoria y me han contado decenas de ficheras, policías y fiscales en los dos años que llevo viviendo en esta ciudad, la definición puede quedarse corta para explicar lo que sucede aquí.
Victoria se empina lo último de su cerveza y se levanta de las piernas del gordo de bigote que ahora se tambalea en la silla de plástico a punto de caer. Le da un par de palmaditas y se despide sonriendo. Levanta la mirada en busca de su siguiente presa. Porque ahora ella ya no parece ser presa sino cazadora. Hace contacto con mi mirada. Sonríe y camina luciendo sus piernas torneadas bajo el vestido ceñido que le cubre apenas la mitad de ellas como si fuera sobre una pasarela y no sobre el piso de cemento sin losa en este bar mugriento. Se sienta a mi lado y me pregunta si puede pedir una cerveza. Antes le digo que soy periodista salvadoreño y que quiero entrevistarla. Más tarde me confesará que pensó que yo era pandillero porque para ella cualquier salvadoreño es sospechoso de serlo. Después de que les cuente su historia lo entenderán.
Victoria es originaria de Apopa, un municipio en el área metropolitana de San Salvador, la capital. Estudió hasta quinto grado en una escuela pública, pero un mal día, cuenta ella, una compañera la acusó falsamente de fumar marihuana y la expulsaron. Su mamá nunca más la volvió a mandar a estudiar. “Si calle querés, calle vas a tener”, sentenció. A los 13 años se acompañó con un tipo luego de que pandilleros de la MS-13 quemaran vivo a su hermano junto a su mujer. “Antes lo habían golpeado. Le reventaron la cabeza, pero él para engañarme y hacerlo parecer menos feo me decía que se había aventado al mar y un tiburón lo había perseguido”, recuerda. A los 15 años, dice, ocurrió el detonante la hizo migrar.
A falta de una fiesta rosa, como se acostumbra en Latinoamérica, su madre le regaló un teléfono celular nuevo. Victoria se fue a un parque cerca de su casa para mostrárselo a su mejor amiga. Entonces llegó un tipo vistiendo ropas flojas. Era un pandillero del Barrio 18. Le arrebató el teléfono celular de la mano. El miedo al castigo de su madre por perder el teléfono nuevo, dice, pudo más que el miedo al pandillero. Y lo persiguió. Cuando llegó a la calle que rodeaba el parque la subieron a un carro, la llevaron a una casa y la violaron al menos 12 cabrones, según puede recordar. Al final de la violación, Victoria quedó masacrada, temblando y llorando. Los pandilleros le devolvieron el celular.
“Llegué a mi casa. Pero llegué bien tarde. Mi mamá me pegó con un cable que le había arrancado a un televisor. Me reventó la espalda”, dice mientras se empina su cuarta cerveza con lágrimas en sus ojos.
Desde entonces, para ella la vida en El Salvador nunca más tuvo sentido; si es que alguna vez lo tuvo. Trabajó en un puesto de venta de pescado en el mercado central del centro de San Salvador, se dedicó a vender droga por un tiempo y finalmente ayudaba en lo que podía a su siguiente marido. Así fue hasta que tuvo 23 años y lo que necesitaba para intentar cambiar su vida: $1,000 dólares. Con eso tomó un autobús y luego otro y llegó hasta Tapachula. Aquí el problema, en lugar de mejorar, aumentó: para poder avanzar ya no necesita mil más sino ocho mil. “Es lo que cobra La Maña (el crimen organizado) por llevarte hasta la frontera con Estados Unidos”, dice.
Ha pasado casi un año desde que llegó aquí y Victoria todavía no ha podido salir de esta trampa. Después de nuestro primer encuentro en La Ruta la entrevistaré varias veces más. Cuando sale del trabajo, hay noches en que Victoria no puede parar esa fiesta oscura en la que habita. Se va a un minúsculo cuarto que renta, a unas casas de La Ruta, y sigue abyecta en su eterna noche, tomando y drogándose con cocaína, sentada en su viejo sillón al lado de su hijo de dos años mientras él ve Peppa Pig. Así se gasta lo poco que logra ahorrar en varios días y tiene que volver a venir y dejarse tocar por desconocidos en este mismo lugar.
Una de las últimas veces que la vi, Victoria me recibió sonriendo. Llegó con unos folletos que les dieron de parte de una ONG que visita bares y prostíbulos en Tapachula para prevenir enfermedades sexuales en los migrantes. En los folletos hay dibujos de caricaturas cogiendo en diferentes posiciones con consejos sobre cómo protegerse de enfermedades sexuales. Además de los folletos, Victoria trae en las manos unos exámenes de sangre que les hicieron esa misma tarde. “Salí limpia de todo”, me dice, feliz. Fue quizá la única vez que la vi sonreír tan genuinamente, como si fuera una niña. Tomo el examen en mis manos y lo leo. En SIDA dice “No Reactivo”. Y en Sífilis dice “Reactivo”. Ella dice que en uno dice No reactivo y en el otro dice Negativo. Descubro que Victoria no sabe leer.
—¿Quién te obliga a prostituirte y a dejarte tocar? —le pregunto a Victoria esta primera noche.
—Tapachula, vos. — me responde. —Este lugar como que te envuelve y te obliga a terminar en esto—, me dice. En esta ciudad, la noche es una trampa para muchos migrantes. Por el día, como les contaré en estos diarios, la cosa no mejora.
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Periodista salvadoreño. Cubre violencias, migración y crimen organizado en México y Centroamérica. Ha publicado en The New York Times, The Guardian, El País, entre otros. Premio Ortega y Gasset 2024 y Premio a la excelencia de la SIP en 2019 y 2023.
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