Martes 28 de marzo de 2023. 5 de la tarde. Han pasado cerca de 24 horas desde que el cuerpo de Joel Alexander Leal Peña fue sacado de una celda de detención incendiada al interior del Instituto Nacional de Migración (INM) de Ciudad Juárez. En la fachada del recinto, las paredes todavía lucen ahumadas y dimensionan el infierno que habrá vivido Joel, y con él los otros 67 migrantes que fueron abandonados a su suerte por unos guardias.
Afuera, en la calle, todavía huele a quemado, a cuerpos quemados. También hay indignación. Un centenar de migrantes, entre familiares, amigos conocidos o compañeros de viaje de las víctimas colocan velas, ofrendas florales, fotos, banderas de sus países y carteles de apoyo. La odisea de 40 llegó hasta aquí, un complejo gubernamental contiguo al puente internacional Lerdo-Stanton, ubicado a escasos cien metros de distancia del río Bravo, límite fronterizo con Estados Unidos. Tan cerca y tan lejos del sueño americano.
Un grupo de migrantes muestran la portada de un periódico local a periodistas internacionales que han llegado a Ciudad Juárez a cubrir la noticia de la muerte de 40 migrantes en un centro de detención del Instituto Nacional de Migración. Los extranjeros reclamaban haber sido acorralados por autoridades municipales y por agentes de migración mexicana que, con engaños, los habían removido de las calles y encarcelado en una celda que quedó reducida a cenizas por un incendio provocado presuntamente por los mismos detenidos.
En este extremo de la Frontera Sur se instala un improvisado altar y una vigilia, mientras el mundo contempla atónito la tragedia, la consecuencia más grave hasta ahora en una crisis que lleva gestándose desde hace más de tres meses. Me lo habían advertido expertos en migración y en atención a los desamparados que entrevisté para entender el embudo en el que se ha convertido la frontera sur aquí y en El Paso, la primera ciudad al otro lado del río Bravo. Juárez es una bomba de tiempo, me habían dicho. O una olla de presión a punto de estallar.
Ahora, cenizas después, el gobierno mexicano procesa a un migrante, un par de celadores, un grupo de administrativos y dos directivos del INM por “omisiones” al no socorrer a los migrantes encarcelados. En las calles, por primera vez en tres meses, ha cesado la persecución contra los migrantes.
Ahora son ellos los que persiguen a las autoridades mexicanas y exigen verdad y justicia. También piden a Estados Unidos que cumpla con las promesas de asilo, porque aquí padecen hambre, sed y frío; maltratos y ahora hasta la muerte bajo custodia de las autoridades.
“Eso duele, porque, así como los agarraron a ellos, nos pueden agarrar a nosotros y nos puede pasar lo mismo. Ese es el miedo que le tenemos a Migración: ¡Que cuando te hallen en la calle… tenemos miedo de que nos hagan algo!”, gritaba enfurecido Enmanuel García, un venezolano que asegura haberse salvado de terminar el 27 de marzo en la celda del INM que se quemó.
Migrantes colocan ofrendas en un improvisado altar en memoria de los fallecidos bajo custodia del Centro de Detención del Instituto Nacional de Migración. Este lugar se ha convertido en una tarima pública en la que se colocan carteles donde se leen mensajes de justicia y de cuestionamientos hacia las autoridades locales.
La advertencia que me habían dado los expertos al inicio de esta investigación, resultó cierta. Lo confirman los relatos de decenas de migrantes perseguidos antes y después de la tragedia, también los de aquellos que han logrado cruzar pero están atascados en El Paso: esta zona ya no aguanta la presión que genera la marcha de estos desesperados. Y es en el lado mexicano donde la crisis es más evidente, mientras miles esperan que una aplicación en línea, la CBP One, les conceda la esperanza de un asilo. Pero esa aplicación es huraña.
Entre los que esperan respuestas sobresale Julio, el primo de Joel Alexander, fatigado de tanto buscar su cuerpo en cuatro hospitales de la ciudad. Por eso se colgó el retrato de su primo al cuello, para protestar, pero también para probar suerte por si alguien lo reconocía y le avisaba sobre su paradero. “Yo lo que necesito es reconocer el cuerpo de él, que alguien me diga dónde está. Lo único que pido es que me lo entreguen y que yo pueda hacer todas las diligencias para poder mandárselo a mi tía”, me dijo.
Julio se enteró de la detención de Joel en la noche del lunes 27, cuando vio las noticias. Entonces temió lo peor. Se fue a buscarlo a hospitales y al no encontrar respuesta decidió acampar frente al edificio quemado. “¿Qué le digo a mi tía, si no he visto su cuerpo? ¿Qué le van a mandar las cenizas en siete meses? Mi primo es papá, hijo y hermano… su familia quiere saber qué va a pasar”.
A 100 metros de la frontera, Julio también padece por una disyuntiva que lo carcome por dentro. Él, como otros, en medio de la indignación ha sido invitado y tentado para correr hasta la frontera, intentar meterse a la fuerza. “Pero, ¿y mi primo? ¿Qué hago ahora? Si la aplicación (CBP One) me dice que sí, ¿me cruzo? ¿Y si me cruzo, qué va a pasar con él? Yo quiero hacer las cosas bien.”
Fachada del Centro de Detención del INM un día después de la tragedia
“¡Nos quieren mandar otra vez para Ciudad de México, marica!”
Joel Alexander Leal Peña habría cumplido 21 años de edad el pasado 31 de marzo. Era originario de Mariara, un pueblo de Carabobo. Horas antes de morir había mandado un video a su familia, a más de 4,600 kilómetros de distancia. “Los baños aquí, esta porquería…”, se le escucha decir, mientras muestra un baño mugre y la celda en la que los tenían encerrados. En el cuarto hay colchonetas sobre el suelo, las mismas que agarrarían fuego más tarde. Al fondo se alcanzan a ver unas rejas. “En nombre de Dios, esperando que nos devuelvan para seguir adelante otra vez”, le dice al teléfono.
Segundos después, mandó un mensaje de audio. Entre lágrimas y sollozos, les dijo a sus familiares que le iban a deportar. “¡Nos quieren mandar otra vez para ciudad de México, marica! ¿Tú crees que eso es fácil?”.
En otra grabación que apunta hacia las autoridades mexicanas, se observa a unos guardias que se percatan del incendio y deciden correr. Deciden huir. Deciden no abrirles la reja.
Una joven protesta contra el INM un día después del incendio en el que murieron 40 personas. Para los migrantes en Juárez, perseguidos desde diciembre de 2022, las autoridades mexicanas son un enemigo del que hay que huir
Al inicio, las autoridades culparon a los migrantes por la tragedia, pero a raíz de ese video deja de importar quién provocó el siniestro. Lo cierto es que ese lugar era una celda y no un albergue. Los iban a deportar, y mientras protestaban contra ese destino, se vino el fuego. Las autoridades dijeron que todos sucumbieron al envenenamiento por monóxido de carbono y la mayoría sufrió quemaduras de gravedad.
Entre las víctimas, la mayoría eran centroamericanos que huían del hambre y de la violencia que ahora mismo asola al triángulo norte: 17 guatemaltecos, 12 salvadoreños, entre estos un tío y su sobrino que no encontraron en el país de Nayib Bukele el futuro prometedor que promueve el oficialismo. Otros seis eran hondureños. En la celda también murió un migrante colombiano. Todos eran padres, hijos, hermanos, esposos… Junto a Joel, otros seis también eran venezolanos que huían del hambre en ese otro régimen al sur del continente.
Los protagonistas de la nueva crisis migratoria utilizaron las mismas rutas de los migrantes centroamericanos. Todos comparten una característica: huyen de países gobernados por regímenes que no les garantizan salir del subdesarrollo. En la imagen, un homenaje a los 12 salvadoreños fallecidos en la celda del INM.
Uno de ellos se llamaba Orlando Maldonado. Tenía 26 años, era de San Cristóbal, estado Táchira. Su esposa e hijo de 5 años se quedaron en Panamá, con la esperanza de que, una vez cruzara, él buscaría la forma de traerlos hasta esta misma frontera. Camino a Juárez hizo una nueva familia, de esas forjadas en las vicisitudes. Orlando sobrevivió a los horrores de la selva del Darién, los asaltos por Centroamérica y las mordidas de los policías mexicanos. Sobrevivió incluso al frío del desierto juarense, a la soledad en la que vivía extrañando a su familia, pero no a la celda del INM.
En su nueva familia lo extrañan Katiuska Márquez, su esposo Abel Ortega y sus hijos de 4 y 5 años. Se consideraban ‘hermanos’. Los tres llegaron a la ciudad hacía poco menos de una semana, la penúltima con registros de ánimos caldeados entre las autoridades y los migrantes. La última vez que Katiuska y Abel vieron a Orlando con vida fue precisamente al interior del INM.
Un retrato de Orlando Maldonado sobresale en la reja que separa a la sede del INM del lugar en el que los migrantes montaron un homenaje para sus compañeros en la ruta fallecidos
“Juárez es un caos»
El padre Javier Calvillo, director de La Casa del Migrante, es uno de los que preveía un estallido por esta crisis. Según el religioso, Juárez carga con 30 mil personas en situación de movilidad en albergues, en las calles, retornados, más los que siguen llegando. “Juárez es un caos. Llegan de otras fronteras todos los días entre 300 o 400 migrantes porque tienen su cita aquí, pero es curioso que la gente que tiene meses aquí no puede entrar a la aplicación CBP One”, se queja.
La única manera para poder ingresar a EUA es venciendo al formulario en línea al que aplican muchos, pero responde a pocos. El formulario tiene trampas. La primera, exige información de contactos que fungirán como patrocinadores del migrante. Es decir, debe haber alguien en el otro lado de la frontera que esté dispuesto a cubrir los gastos de manutención, vivienda, transporte y demás necesidades. En Juárez, muy pocos cuentan con estos patrocinadores.
El Paso se dan citas a unos 70 u 80 personas por día, mientras que en San Isidro, Tijuana, se le está dando cita a unas 200 personas, asegura Rubén García, director de Annunciation House, una organización promigrantes en ambos lados de la frontera. Cuál sea la razón, lo cierto es que el 5 de enero pasado, el Departamento de Seguridad Nacional (DHS) alteró el tablero para los migrantes. En un comunicado anunció nuevas medidas de control para “mejorar la seguridad de las fronteras, limitar la inmigración irregular y crear procesos adicionales seguros y ordenados para que las personas que huyen de crisis humanitarias puedan entrar legalmente en Estados Unidos”.
Luego, en febrero, vendrían más restricciones para filtrar los verdaderos casos de asilo de aquellos que solo huyen de la pobreza de sus países. En resumen, la boquilla del embudo se estrechó más. En la desesperación, la masa de migrantes actúa y las autoridades reaccionan. El 13 de marzo, el alcalde de Ciudad Juárez, Cruz Pérez Collar incluso llegó a decir: “nuestro nivel de paciencia se está agotando”.
El 12 de marzo, una migrante carga a un menor en un intento por cruzar el puente internacional, cercado con alambres de púas y agentes armados. Imagen cortesía de La Verdad de Juárez.
Un día antes, centenares de migrantes habían intentado cruzar a la fuerza a través del puente internacional Paso del Norte, uno de los cinco que comunican Juárez con suelo estadounidense. Llegaron atraídos por un rumor difundido en redes sociales que prometía paso libre por la frontera con motivo de un supuesto «Día del Migrante». Acá los migrantes son engañados con rumores falsos de manera constante. Acciones similares se realizaron en los puentes de Stanton y el de las Américas, entre las 2:00 y las 3:30 de la tarde, según la reportó en sus redes la Patrulla Fronteriza.
En Paso del Norte, de nada sirvió el cerco militar mexicano que se colocó a pocos metros del puente. Hombres y mujeres, con sus hijos e hijas menores de edad al hombro, rompieron el cerco y corrieron hasta la mitad del puente dispuestos a todo. Los frenaron con estructuras de cemento y alambres de púas. De a poco, los llantos de desesperación porque les dejaron entrar se entremezclaron con gritos en inglés y hombres armados ordenándoles a los ‘invasores’ alejarse del cerco. Los menores de edad, entonces, se convirtieron en escudos humanos.
Un día después, el alcalde de Ciudad Juárez alegaba que los migrantes estaban demasiado violentos con los lugareños. “No vamos a tolerar que se esté acosando a las mujeres en los cruceros (por parte de migrantes)”. Pero para él el colmo había sido la toma del puente “que no beneficia a nadie, ni a los migrantes, ni a la gente de Juárez y El Paso, ni a las autoridades de ningún nivel de gobierno. Fue un acto irracional y sin sentido”, dijo.
Unos mil migrantes, en su mayoría venezolanos, llegaron hasta la puerta #36 del muro fronterizo en El Paso, Texas, donde se rindieron a los agentes de la Patrulla Fronteriza. Esto ocurría el mismo día en que se llevaba a cabo la primera vigilia en memoria de los migrantes fallecidos. Aquellos que intentan cruzar sin esperar confirmación del CBP One automáticamente pierden la oportunidad que ofrece este sistema que da citas para presentarse a la frontera a cuentagotas. Fotografía cortesía de US Border Patrol El Paso Sector.
Persecuciones antes del incendio
El endurecimiento contra los migrantes, desde luego, no vino solo del municipio. Y no fue exclusivo para el mes de marzo. Las redadas antinmigrantes se vienen sucediendo desde mediados de diciembre. Por esas fechas, en la ribera mexicana del río bravo, los migrantes armaron campamentos a la espera de que las puertas se volvieran a abrir. Esperaban que ocurriera de nuevo una súbita apertura de la frontera, como la ocurrida a inicios de ese mes tras la abolición temporal del título 42, la política de la era Trump que expulsaba a solicitantes de asilo por razones de salud. Pero eso ya no volvió a ocurrir.
En México, entonces, las autoridades comenzaron a desalojar los grupos de migrantes que amenazaban la frontera. A mediados de diciembre, alrededor de 500 migrantes fueron obligados a buscar refugios locales. El gobierno municipal justificó el desalojo por el potencial riesgo de incendio del campamento, ya que los migrantes hacían fogatas para protegerse del frío. El operativo derivó en forcejeos y casas de campaña quemadas. A los pocos días, la misma escena volvió a repetirse, aunque a una menor escala.
Mientras en Ciudad Juárez se persigue a los migrantes, en este sector del río Bravo se han militarizado 500 metros de la frontera para impedir el flujo de migrantes. Alambre de púas y vehículos militares y armados custodian el río por iniciativa del gobernador texano, el republicano Greg Abbott, quien se prepara de esta forma ante una posible derogación del Título 42.
Operativos similares se sucedieron durante enero y febrero. Pero fue en marzo cuando la persecución escaló e incluyó al Instituto Nacional de Migración. “Ahorita hay un tema que nos preocupa y nos alarma, las redadas que se están haciendo y asaltos a los migrantes (por agentes policiacos)”, denunció a principios de marzo el sacerdote Calvillo. Antes del estallido en el puente Paso del Norte, las autoridades y los migrantes se habían enfrentado en el Hotel Maya y Hotel Correo, en pleno centro histórico. En la redada, a una mujer migrante la tomaron del cabello y a empujones la sacaron del hotel donde se hospedaba. Pero no iban solo por ella. Iban por todos. Un presunto venezolano intentó escapar bajando por la tubería exterior del hotel. Otro grabó el incidente, que se volvió viral. En el video se le ve deslizarse, desde un tercer piso, mientras una masa lo vitorea desde la calle. Aquellos que no se dejaron detener arrojaron piedras a los agentes. Dos resultaron heridos; y además fue dañado un vehículo del INM.
En otro operativo, policías municipales irrumpieron en la Catedral para detener a otros migrantes que ahí se resguardaban. En el proceso, golpearon a una monja y lesionaron a un migrante. La Iglesia Católica exigió a las autoridades que detuvieran las persecuciones. “Es inadmisible que las autoridades de cualquier nivel de gobierno ingresen a espacios de atención humanitaria para personas migrantes y violenten dichos espacios”, sentenció la Conferencia del Episcopado Mexicano en un comunicado.
En la cúspide estuvo la toma del puente internacional Paso del Norte. Y entonces las autoridades reforzaron los operativos de las redadas, hasta las capturas del 26 y 27 de marzo.
Katiuska Márquez exige justicia para su ‘hermano’, mientras reclama por la persecución, el engaño y la orden de desalojo que México le ha dado a su familia.
Un plan con maña
El lunes 27 de marzo, el plan se ejecutó de manera precisa. Desde muy temprano, los agentes realizaron una intervención en 27 intersecciones de las principales calles de la ciudad. Y subieron a todos los migrantes que fueron encontrando en su camino. Los primeros detenidos aseguran que les metieron en camionetas de migración con la promesa de darles documentos que facilitarían su estancia en el país. Sin embargo, hombres, mujeres y niños terminaban siendo procesados y liberados -si pertenecían a una familia- o detenidos. A los que dejaban ir, les dieron un documento en el que les daban 30 días para abandonar suelo mexicano a como diera lugar.
Así ocurrió el domingo 26 con Katiuska y Abel, los hermanos de camino de Orlando Márquez. Primero se los llevaron engañados. Les dijeron que les iban a dar un permiso de trabajo, pero lo que les dieron fue una orden de desalojo: tenían 31 días para abandonar México. El lunes, quizá el objetivo era llenar las celdas con hombres que viajaban solos, sin arraigos familiares. De 68 detenidos, 36 murieron de manera casi inmediata en el incendio. Otros cuatro fallecieron en hospitales en días posteriores.
Abel Ortega muestra el documento que les hicieron firmar las autoridades del Instituto Nacional de Migración al momento de su liberación. En este les informaban que tenían un mes para dejar el país por sus propios medios o cuando los volvieran a encontrar, les arrestarían y deportarían hasta sus países de origen.
Orlando llegó a la estación migratoria ese lunes. Lo detuvieron en la calle Heroico Colegio Militar a la una de la tarde. Cuando Katiuska y Abel fueron liberados, no los dejaron llevarse a su hermano. “Ahora me quitan a mi hermano y me dicen que lo van a llevar a la Ciudad de México; y cuando me despierto, en la mañana, me dicen que mi hermano está muerto. Pero, ¿¡cómo muerto!? ¡Si no estábamos haciendo nada!”, dice Abel sin poder contener las lágrimas, mientras exige justicia.
Tras el siniestro, el alcalde de Juárez dijo que fue una “lamentable tragedia”, pero negó que se hubiera acorralado a migrantes. “Lo que sucedió en las calles no tiene ninguna relación con lo que sucedió ahí (en el incendio). Son hechos completamente distintos… No sé qué motivaciones haya detrás de esto. Pero, es verdaderamente, cobarde y reprobable que quieran enlazar una cosa con la otra”, dijo, antes de apuntar contra el INM.
Dos semanas antes, luego de los altercados en el puente Paso del Norte, el mismo funcionario había dicho ante las cámaras que endurecerían las leyes contra los migrantes. El alcalde también insistía en una mentira e instó a los juarenses a no darles dinero ni ayuda a los migrantes para prevenir confrontaciones. “Eso ya lo pedimos porque, insisto, hay albergues y hay trabajo”, dijo.
En Ciudad Juárez los albergues están colapsados y el trabajo escasea para los foráneos.
Una frontera de contactos… y de negocios
Para vencer a la aplicación CBP One, el muro virtual que los separa del asilo, los migrantes llegan a entender rápido que se necesitan contactos. O a una fronteriza que camina sobre la delgada línea que separa a un samaritano de un comerciante.
Es el caso de Annette Ramos, una empresaria que ha saturado su nuevo emprendimiento con venezolanos en los últimos siete meses. Annete es originaria de Guerrero y se dice juarense por adopción. Antes de la llegada masiva de los nuevos migrantes del sur del continente, Annete administraba una casa de huéspedes llamada Bonanza, como el viejo programa de televisión setentero. Sus clientes regulares son personas que vienen desde otras partes de la frontera a tramitar documentos en el consulado. Les cobra 90 dólares por noche. Una bonanza.
Por décadas, los migrantes centroamericanos han trazado las principales rutas por las que se puede alcanzar la frontera: El Paso, Nogales, y Tijuana. Los bloqueos han ido dando pie a nuevos puntos de ingreso, aunque con iguales posibilidades de cruce: Laredo y Matamoros. Los nuevos migrantes del sur del continente ahora recorren los mismos puntos a la espera de una oportunidad.
Pero en octubre, cuando la caravana de venezolanos, nicaragüenses y cubanos que subía por Centroamérica ya eran noticia mundial, quienes tocaban a su puerta traían poco dinero. Annete asegura que conmovida por las familias y los niños, decidió ayudarles: entre sus amistades encontró una que le alquiló una casa y así empezó un nuevo negocio de subarrendamientos.
“No les pido nada (de documentos). Los hoteles en el centro están muy caros: entre 700 y 800 pesos (entre 40 y 45 dólares) la noche, por persona, y, pues, ¡no pueden! ¡Están muy caros! Están bien feos, no hay ni calefacción, por eso muchos duermen en las calles. Y muchos andan con niños. Yo, la verdad, los dejo que se queden hasta cinco o seis en un cuarto a veces”, asegura.
De una casa, llegó a subarrendar cuatro. “Todas llenas de venezolanos… y sin dinero, tratando de llenar los formularios, batallando de conseguir trabajos… Yo trato de conseguirles trabajo. Le pregunto a mis amigas si no necesitan a alguien, tratando de acomodarlos con lo que sea”, asegura.
A una de estas casas llegaron Kleider y Dario Zambrano, dos hermanos venezolanos que se hospedaron con ella por dos semanas por 500 pesos (unos 20 dólares) el mes, en una habitación que compartían hasta con siete personas.
“Ahora ya están allá en El Paso, pero también batallando porque nada más los cruzan y no les dan trabajo. Es decir, pasaron legalmente, (aunque) sin permiso de trabajo, porque entiendo que el permiso se los dan nada más a las personas que van en avión y que tienen patrocinador. Entiendo que ellos no tienen a nadie”, dice Annette.
El paso de Kleider Zambrano y su hermano ocurrió mucho antes de que Juárez se calentara. Aunque su nombre fue un homenaje que su padre le hizo al pianista francés Richard Clayderman, Kleider es mecánico, padre de dos hijos. Se arriesgó, junto a su hermano de 25 años, luego de haber intentado otra vida en Colombia. “Pero allá, por el simple hecho de ser venezolano, no te dan oportunidades, ni siquiera de abrir una cuenta de banco”, asegura.
Cuando Kleider estuvo en Juárez, la ciudad era igual de inclemente que ahora. En el día salían a buscar dinero, como fuera, mientras que por las noches, se la pasaban refrescando la página de la aplicación para poder ingresar sus datos y lograr conseguir un pase. La suerte vino luego de un largo intento con el CPB One. Fueron convocados a la frontera, cruzaron junto a su hermano, y en El Paso encontraron refugio y trabajo gracias a los contactos de Annette, que se mueve en dos mundos. Kleider es ayudante de mecánico. Su hermano trabajada en barbería al este de la ciudad. Ambos reciben sus pagos por debajo de la mesa. Su primera audiencia para ver a un juez que evalúe si merecen quedarse asilados será hasta enero del próximo año. Mientras tanto, deben buscar cómo ganarse la vida. Eso, mientras deciden si continuar esperando en El Paso o reunirse con su tío que vive en San Antonio.
En diciembre, cientos de personas debieron dormir en las calles. El municipio de El Paso habilitó varios campamentos en el Centro, a pocos metros de la frontera, con ayuda de voluntarios de la Cruz Roja. Sin embargo, sus puertas estaban cerradas para los migrantes que entraron al país de forma irregular. Los que fueron rechazados por el municipio, debieron conformarse con lo que las organizaciones religiosas lograban conseguirles.
El frío sueño americano
Ciudad Juárez y El Paso son dos caras de la misma moneda. Si hoy fue un incendio del lado mexicano, ayer fue una helada que asoló a centenares de migrantes que lograron cruzar la frontera tras la caída temporal del título 42.
Así, el 12 de noviembre pasado, 5,100 migrantes fueron retenidos en el Centro de Procesamiento Central de la Patrulla Fronteriza, que está diseñado para albergar temporalmente a 3,500 personas. El Paso colapsó como ahora revienta Juárez. Al siguiente día, la Patrulla Fronteriza liberó a 1,744 inmigrantes para evitar el hacinamiento. Sin cobijo estatal, los expulsados fueron a parar a los albergues gestionados por organizaciones no gubernamentales que tampoco dieron abasto. Entonces 611 personas -incluidos ancianos y menores de edad, según cifras del municipio- aguantaron temperaturas abajo de los 15 grados centígrados en las calles del centro de la ciudad.
Paul Colina, un venezolano oriundo de Barinas, formaba parte de este grupo. Él logró afianzar un pequeño espacio en una pared cercana a un estacionamiento de autobuses privados que viajan desde esta ciudad hasta Dallas, Los Ángeles o New York.
El alcalde la ciudad, Óscar Leeser, llegó a declarar un estado de emergencia y pedir ayuda a los gobiernos estatales y federales para hacer frente a la crisis. “Es una situación que, una vez más, es mayor que El Paso, y ahora se ha convertido en mayor que Estados Unidos», dijo a mediados de diciembre. Con la declaratoria logró proveer de autobuses que se estacionaron en las calles más concurridas para que los migrantes pudieran calentarse en su interior. También ropa, comida y otro tipo de auxilios para las familias que se congelaban en las calles.
Con apoyo de la gobernación, también se coordinaron viajes en autobús hacia Chicago, Nueva York, Albuquerque, Denver y Dallas, ciudades puente que permitían a los migrantes adentrarse en el país. La medida, sin embargo, sirvió al gobernador Gregg Abbott, republicano, para atacar a la actual administración. El 15 de septiembre dijo que mandaban migrantes “a su patio trasero para pedirle al gobierno de Biden que haga su trabajo y refuerce la frontera”. El patio al que se refirió eran las ciudades gobernadas por demócratas que se han convertido en santuarios para migrantes en la última década.
Los que decidieron subirse a esos autobuses, ahora se enfrentan a un laberinto en el que solo tienen dos salidas: invertir dinero desde su nuevo lugar de destino para intentar mover su caso a otras cortes; o adentrarse en la clandestinidad de la inmigración ilegal en Estados Unidos. El segundo camino es el que escogió Paul Colina, que solo aguantó ocho días en El Paso.
Se cansó del hambre, del frío y de los insultos que “gringos y mexicanos” llegaban a gritarles al campamento. Aunque Paul consiguió un ‘parole’, un permiso temporal que las autoridades conceden a los migrantes en procesos de asilo, huyó de Estados Unidos. Se fue hasta Canadá. Desde allá dice que le fue mejor de lo que esperaba: “En Estados Unidos no arreglan los papeles como los arreglan aquí, como si uno fuera nacionalizado. En cuatro días me los sacaron”, asegura.
El alcalde de El Paso, Oscar Leeser, tuvo que declararse en estado de emergencia y pedir ayuda a los gobiernos estatales y federales para hacer frente a la crisis que tenía entre manos.
El cruel laberinto de El Paso
Entre El Paso y Juárez hay dos tipos de desesperados. En Juárez, están los que anhelan cruzar y se enfrentan a persecuciones y deportación; en El Paso, aquellos que ya cruzaron se desesperan cuando se dan cuenta del laberinto al que han llegado: las citas para que un juez pueda evaluar su caso pueden llegar a ser programadas en cuestión de meses o hasta un año de distancia. Mientras eso suceda, no tienen forma legal de trabajar y si lo hacen, deberán hacerlo en labores poco remuneradas y sin las protecciones que da la ley. Tampoco pueden rentar una habitación o contratar servicios porque para eso se necesita de identificaciones estatales o federales.
Sheila Fernández, de 50 años, es una cubana que logró cruzar a finales de 2022. En Cuba fue encarcelada durante las protestas de julio de 2021. Luego de ser liberada, presa de la desesperación, vendió su casa en Cienfuegos para financiar su viaje a Estados Unidos. La nueva ruta de los cubanos incluye un aterrizaje en Nicaragua, y un recorrido cuesta arriba por la ruta tradicional de los migrantes centroamericanos. Sheila dijo que intercambian información «como hormigas» en grupos de WhatsApp y de Facebook sobre las rutas más seguras y fáciles. A ella le costó dos meses llegar hasta Juárez. Cruzó a El Paso durante la estampida de finales de 2022.
Ahora vive en un refugio donde la Iglesia católica le provee estancia temporal mientras resuelve si seguirá su camino hacia otra ciudad. Ya está desesperada por la lentitud del proceso.
En El Paso, las organizaciones de ayuda también están desbordadas. “Llevo casi dos meses esperando la entrevista con la abogada y aún no me dan la cita, y en mi caso tengo muchas dudas referente a temas legales que no he podido aclarar”. La opción de un abogado privado está fuera de discusión para una recién llegada. “Un abogado privado cobra más de 6,000 dólares”, dice.
Betty Camargo es directora de programas estatales de Border Network for Human Rights, una organización que ayuda a los migrantes a conseguir refugio temporal, comida o a suplir cualquier otra necesidad básica. “Hay mucha necesidad de trabajo… y con toda esta vulnerabilidad, están siendo víctimas de abusos laborales”, dice. Los abusos van desde el pago por debajo del salario mínimo o el sometimiento a jornadas laborales mayores a las 40 horas estipuladas por ley y sin compensación extra.
La Policía de El Paso y el Departamento de Seguridad Nacional están investigando no solo este tipo de abusos, sino posibles secuestros y extorsiones denunciados por los migrantes. Sin embargo, ninguna de las dos entidades ha emitido comentario sobre estos crímenes porque son “investigaciones en curso”, dijeron en un comunicado de prensa.
Nancy Oretskin, del Southwest Asylum & Migration Institute, afirma que los jueces de inmigración rara vez conceden asilo porque los casos son extremadamente difíciles de probar. El Paso tiene seis jueces de inmigración y cada uno de ellos ha negado el asilo en más del 90 por ciento de sus casos, asegura Oretskin. En la ciudad también hay tres centros de detención: Chaparral, El Paso y Sierra Blanca. Quienes administran estos lugares, también son un desafío. «Nuestros centros de detención no responden a los abogados y necesitamos mucha ayuda para presionarlos», dice Oretskin.
Hay funcionarios que ven en este otro lado de la frontera otro embudo que invita al pesimismo. Tony González, representante del distrito 23 de Texas, dice que puede tomar “alrededor de cinco años para que un caso de asilo sea escuchado, a veces incluso más, dependiendo de qué parte del país que usted tome”. De acuerdo con un informe de diciembre de 2022 de la Universidad de Siracusa, a nivel nacional hay casi 1,6 millones de personas a la espera de audiencias de asilo. El mayor número de solicitantes procede de Guatemala, Honduras, El Salvador, México y Venezuela.
Los miles de migrantes que han llegado hasta Ciudad Juárez observan casi a diario a los miles que logran cruzar, con papeles, los puentes internacionales hacia Estados Unidos. La diferencia entre cruzar y quedar varado en México, se reduce a una aplicación en línea que es huraña con los nuevos migrantes que provienen de Venezuela, Cuba o Nicaragua.
El tapón de El Paso
Antes de que Juárez estallara en protestas, antes de que en Juárez murieran bajo el fuego y el humo 40 migrantes, Annette Ramos, la dueña de La Bonanza, seguía recibiendo migrantes en el negocio de las casas rentadas. “Ahí ando tratando de conseguirles contactos que quieran ayudarles, comida, ropa… igual que a los de aquí…”
“Algunos salen a trabajar, venden arepas entre ellos mismos, venden paletas de dulces o salen a pedir. Otros tienen apoyo de algún tío, en Estados Unidos, que les mandan dinero a mi nombre y tengo que ir a retirarlo porque ellos necesitan de un pasaporte. ¡Me traen de arriba para abajo, tanto que no me alcanza el tiempo!”, decía entre risas.
Pero quienes llegan hasta Annette son una minoría. La masa de migrantes continúa deambulando en las calles, a la espera de un milagro, escondiéndose como pueden de las autoridades.
Ronaldo López es el único sustento de su familia y se vio obligado a vivir de la caridad de los fronterizos. La masa de migrantes que pedía en las calles fue una de las excusas que dio origen al conflicto que escaló hasta las capturas del 27 de marzo, el día en que se quemó el INM. Semanas después de la tragedia, los migrantes siguen saliendo a las calles para intentar sobrevivir, mientras esperan que Estados Unidos les dé alguna respuesta a sus solicitudes de asilo.
Uno de estos era Ronaldo López, a quien conocí a principios de febrero, a 10 metros del puente Paso del Norte, ubicado a cinco cuadras del edificio que se incendió. Deambulaba sobre la Avenida Benito Juárez, una de las cuatro vías internacionales más concurridas de la ciudad, cerca del lugar en el que se inventó la Margarita y algunas cuadras de donde Juan Gabriel hizo inolvidable y musical el Noa Noa, un bar del que hoy solo existe su recuerdo. Esa noche, había una docena de migrantes más como él, la mayoría venezolanos, que pedían limosna a los transeúntes.
Ronaldo tenía frío. No estaba acostumbrado a los 15 grados que refrescaban la noche y por eso estaba está abrigado de pies a cabezas con ropa que le quedaba grande y floja, incluido un abrigo que le cubría hasta debajo de las rodillas.
Había salido de Venezuela hacía “6 o 7 meses” con su esposa y su hijo de 8 años. Mientras él pedía limosnas, ellos lo esperaban refugiados en una iglesia evangélica a cambio de 50 pesos mexicanos. “El frío no los deja estar conmigo”, me dijo mientras miraba con insistencia hacia el puente internacional.
En Venezuela era soldado de la marina. Se retiró por la mala paga, 35 dólares al mes. “Era horrible. Me vine… y como soy exmilitar, puedo tener problemas si llego a entrar a mi país”, contó.
Ronaldo temblaba mientras sostenía un cartel en el que pedía ayuda. “Llevamos 9 días aquí”, me dijo, mientras se quejaba de lo difícil que ha sido cruzar México, el tramo más cruel de toda la travesía. Antes de la quema, de las protestas, a él y su familia las autoridades ya los habían apresado y los habían deportado dos veces a Ciudad México y dos veces a Tapachula. La frontera es un embudo. O un tapón. Es el tapón de El Paso. Pero él insiste: “Uno viene con un objetivo… entrar (a los Estados Unidos) y ayudar a nuestra familia”, me dijo, insistente.
El único apoyo con el que contaba en esta ciudad era una visa humanitaria que logró recibir del gobierno mexicano cuando entraron por primera vez, y que les autorizaba permanencia en el país durante un año. Este documento le permite trabajar, pero eso le implicaba otras disyuntivas: “He buscado trabajo en restaurante, en una empresa que se llama Del Río, pero me piden demasiados documentos que no tengo conmigo”. Para colmo, me dijo, necesita trabajo para obtener ganancias y comprarse un celular para aplicar a la CBP One. El que tenía se lo robaron “subiendo”. Pero también sabe que si consigue trabajo su solicitud de asilo no tendrá validez, porque ante las autoridades estadounidenses tener un trabajo sugiere estabilidad y, por lo tanto, “tendría un vínculo cercano” en México. Con ello, su solicitud de asilo sería rechazada de inmediato. Aun así, Ronaldo buscaba la forma de cruzar “de cualquier forma, en cualquier parte”, me dijo.
Le perdí la pista días antes de la estampida que intentó cruzar Paso del Norte, a mediados de marzo. Fui a buscarlo días más tarde, en la calle donde pedía limosnas, pero en su lugar encontré a más venezolanos como él. Cuando ocurrió el incendio también fui a buscarlo al edificio del INM, pero ni él ni su familia estaban en las listas de víctimas. Ronaldo ahora es un rostro que más temprano que tarde pasará al olvido, como este mar de migrantes que no deja de crecer.
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Periodista y escritor salvadoreño radicado en Ciudad Juárez. Fue periodista de El Faro y de La Prensa Gráfica. Premio a la Excelencia de la SIP 2023.
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