Caminar con la mordida de ‘La Bestia’

La Bestia, el tren que cruza México de sur a norte, ha mutilado a cientos de migrantes en la última década, pero subirse a sus lomos es una necesidad para los que huyen de cinco continentes y buscan llegar a Estados Unidos. Si antes las víctimas del tren eran sobre todo centroamericanos, ahora también son venezolanos, haitianos, cubanos y el resto de los protagonistas de un flujo migratorio récord. Para muchos, perder un miembro es el fin del camino. Otros no dejan de caminar hacia el norte.
Foto y video: Paula Vilella

I – Al encuentro de La Bestia

Un pitido ronco suena en la oscuridad y la tierra tiembla cuando La Bestia se acerca. La locomotora bufa y tira de los vagones que chocan entre sí haciéndola rugir como un viejo animal metálico que intenta detenerse. A unos metros de los rieles, decenas de migrantes se ocultan debajo de un puente. Llevan varias horas protegiéndose de los ocho grados de la noche de Irapuato, en el centro de México: las manos y la cara duelen por el frío. Se protegen también de los asaltantes, violadores, secuestradores y de los agentes de migración que merodean los rieles. Solo al escuchar la llegada del tren, salen de su escondrijo y se acomodan al hombro sus mochilas gastadas.

Los migrantes se juntan en pequeños grupos alrededor de las vías y comienzan a darse consejos sobre cómo subir al tren. Los acentos delatan sus lugares de origen: algunos son centroamericanos, de Honduras, Nicaragua o El Salvador; otros son más del sur, de Venezuela o Colombia; también hay algunos cubanos que comentan con respeto y temor la llegada del tren. Son parte del flujo migratorio récord que busca llegar a Estados Unidos cruzando México: solo en 2023, la Organización Internacional para las Migraciones (OIM) registró 782,176 “encuentros” o migrantes irregulares en el país. Cuando lleguen a la frontera norte y toquen el borde del territorio estadounidense, se convertirán en noticia. Pero aquí, en esta noche y al lado de estas vías, todavía siguen siendo anónimos.

Trenes estacionados en Celaya, en el estado mexicano de Guanajuato.

El tren se detendrá pronto, pero un venezolano, un hombre de treinta y tantos, cara huesuda y piel tostada, quiere poner a prueba su agilidad para seguir su ruta hacia el norte. El camino, muchas veces, tiene una lógica propia. Montar a ese animal, lo sabe, requiere de una técnica afinada. Primero acerca su mano y deja que los hierros le golpeen los dedos para medir la velocidad. Tantea. En su cara se refleja el miedo. Sabe que, si se resbala, o si no se agarra bien, la locomotora le puede arrancar un brazo, una pierna o la vida.

“¡Culero!”, le gritan unos hondureños que se apiñan contra el frío a varios metros detrás de él. “¡Ah! ¡Vengan ustedes, pues!”, los carea el venezolano y los otros se quedan callados.

Ellos también lo saben.

El venezolano se acerca más a los rieles, se ajusta su gorra echada para atrás y se remanga el suéter. Corre a la par del tren, que marcha lento, y se agarra con ambas manos de la barandilla de uno de los vagones. Deja colgadas sus piernas por unos segundos, balanceándose, hasta empujar su cadera para pararse sobre el último peldaño. El tren avanza. La silueta del venezolano prendido del metal se aleja y se hunde cada vez más en la oscuridad.

A un lado de esta escena, parte del grupo de hondureños aplaude y grita con jolgorio al venezolano a quien retaban hace unos momentos. Otros solamente observan en silencio con los ojos bien abiertos y cara de espanto.

El mayor miedo de los migrantes aquí y ahora, esta noche de noviembre de 2023, no es que a lomos de La Bestia, por las noches, el frío los congele o que durante el día el calor sobre las latas los queme; tampoco es que los atrape uno de los “garroteros”, el personal de seguridad de la empresa Ferromex que administra el tren, o que los asalte alguno de los grupos criminales que controlan el camino; tampoco es que, al fin del trayecto, lleguen a una frontera donde podrían pasar meses varados en refugios al aire libre a merced de criminales en alguna de las ciudades más violentas del mundo. Ese miedo vendrá después. El mayor miedo en este momento es que La Bestia se los coma. 

—¿Qué pasa si te soltás del tren? —le pregunto a uno de los hondureños.

—La cagaste —me responde, mientras se esconde en su suéter. —Si te soltás, La Bestia te succiona y te arranca las patas, los brazos, te despedaza.

Aunque esta es la sexta vez que se va a montar en el tren a lo largo de un mes, me dice el hondureño, esta noche tiene miedo.

—Es que el miedo nunca se quita. Pero no hay de otra, compa. El muro no se va a acercar a nosotros. Hay que avanzar.

Subirse al tren, lo saben todos los migrantes que lo montarán esta noche, es una necesidad. Es la única forma de avanzar rápido y sin pagar hacia el norte. Otra opción es caminar los casi mil ochocientos kilómetros que separan la ciudad de Tapachula, en la frontera con Guatemala, con Matamoros o Reynosa, las ciudades fronterizas con Estados Unidos más cercanas. La tercera opción es ir montando de autobús en autobús, bajándose antes de cada retén migratorio y rodeándolo metiéndose a los montes. La lógica del camino los hace huir de otras personas y arriesgar su vida a lomos de una bestia.

II – La mordida

“Yo había visto trenes pero no así, no como ese. Era impresionante”, recuerda Jerónimo Pérez, un venezolano de 23 años, bailarín de salsa amateur y aprendiz de tiktoker, sobre su primer encuentro con La Bestia.

En junio de 2023, Jerónimo estaba a las afueras de Ciudad de México, en una zona conocida como El Basurero porque está al lado de un vertedero de basura. Cientos de migrantes esperaban la salida del tren. Muchos de ellos compatriotas suyos, parte del masivo éxodo de más de cuatro millones que han huído de su país entre 2015 y 2022 y que los ha llevado a ser la quinta nacionalidad que más solicitudes de refugio pide en México y Estados Unidos. Algunos de ellos le enseñaron a Jerónimo cómo debía subirse al tren. 

Sobre la primera vez que lo hizo dice que el tren se paró a medio camino y los “garroteros” los engañaron para que se bajaran en un semáforo: “Nos tuvimos que esperar a que pasara el otro y nos volvimos a subir”. Sobre la segunda vez, a la que volvió a subir con el tren parado, recuerda el frío: “Sentía que me iba a congelar”.

Al llegar a Irapuato, dice, se bajó del tren y se escondió debajo de un puente cerca de las vías. A la mañana siguiente, un grupo de personas voluntarias de la oenegé Amigos del Tren salió a su encuentro, le ofrecieron un baño, una ducha y un poco de arroz con lentejas. 

Albergue para migrantes en Celaya, Guanajuato.

Antes de subirse a La Bestia por tercera vez, Jerónimo descansó y al día siguiente salió a conseguir un poco de dinero para poder seguir avanzando en el camino. Preparó sus cosas y se subió al primer autobús que vio pasar para contar chistes. “A mí me gusta mucho hacer reír a la gente. Siento que es algo que disfruto mucho y encima me pagan”, dice.

Una persona le dio una bolsa de comida en lugar de dinero. Jerónimo la tomó, feliz, y bajó de la unidad. “Entonces vi que mis amigos me estaban esperando al otro lado de la vía, pero exactamente en ese momento venía llegando el tren. Y quedó atravesado entre ellos y yo”.

Al ver el tren completamente detenido, Jerónimo tomó la bolsa de comida entre sus dientes y empezó a escalar el tren para llegar al otro lado. Cuando llegó a la cima La Bestia se sacudió. La locomotora arrancó de golpe y los vagones se movieron bajo Jerónimo. Cayó al suelo y las ruedas del tren comenzaron a moverse.

“Fue extraño porque primero sentí un dolor increíblemente fuerte. Pero a los segundos ya no sentí nada. Fue como estar en un sueño”, recuerda.

Uno de sus amigos del camino lo jaló por la espalda. Después, los recuerdos de Jerónimo se volvieron confusos. Hospital. Sangre. Oscuridad.

“Y desperté con una sola pierna”.

Aquel no fue su último encuentro con La Bestia. Pero para muchos otros su mordedura es el fin del camino.

Jerónimo muestra la radiografía de la tibia que le rompió el tren.

III. Aprendiendo a caminar

En Choluteca, un poblado en la frontera entre Honduras y Nicaragua, a unos 2,000 kilómetros de distancia de Irapuato, hay un lugar en un callejón que devuelve la esperanza a los que fueron mordidos por La Bestia y escupidos de México. En una pequeña casa de construcción sencilla sin letrero está la Fundación Nueva Vida, una organización que regala prótesis a amputados, entre ellos migrantes, con ayuda del Comité Internacional de la Cruz Roja (CICR), que durante la última década implementó un programa en México y Honduras en el que atendió a casi 1,300 migrantes amputados por la Bestia.

Walter Aguilar, un hondureño en la cuarentena, fabrica prótesis para los que regresan con el sueño americano vuelto pesadilla. Él, aunque nunca fue migrante, también perdió una pierna a los 17 años cuando trabajaba para unos estadounidenses como guía para cazar patos. Aquel día en la montaña el pick up en el que venía el equipo volcó y le cortó su extremidad.

“Ahí mismo en Nicaragua me amputaron, pero los médicos fueron muy buenos conmigo y no dejaron caer mi ánimo. Me dijeron que pronto vendría otro muchacho también amputado y me iba a enseñar a manejar mi prótesis. Él fue quien me enseñó que la vida no había acabado, que yo podía seguir y llevar una vida normal”, recuerda Walter.

Después de una larga recuperación física y emocional, ahora es protesista.

Walter repara una prótesis en la Fundación Nueva Vida, en Choluteca, Honduras.

Walter, un hombre de aspecto bonachón, tiene su cabello perfectamente recortado. Se desplaza por su taller con agilidad, casi sin dejar notar que usa una prótesis. Al fondo tiene una enorme tabla de la que cuelgan sus herramientas con las que crea y repara las prótesis de sus pacientes.

Una tarde a mediados de octubre, un grupo de cinco hondureños esperaba en la pequeña sala de la fundación para que Walter reparara sus prótesis de pierna. Los hombres, de entre 20 y 50 años, conversaban entre sí sobre sus andanzas en el camino y cómo perdieron sus piernas. “Es que yo no me agarré bien, solo me agarré con tres dedos y como estaba más gordo no aguanté. De repente me desperté ya sin la pierna”, dice uno de ellos.

La mayoría, con buen ánimo, incluso hacían bromas de lo inclemente que había sido el camino, recordaban anécdotas y hablaban de nunca más volver. Otros lo hacían sobre el siguiente intento. 

Uno de ellos dijo que lo había intentado más de ocho veces y que solo estaba esperando a que Walter le arreglara su prótesis para volver a intentarlo. “Yo ya he estado allá. En 2008 y 2012 logré pasar. Estuve en el estado de Texas trabajando. Pero de ahí me pasó la desgracia esta. Ahora que ya manejo bien la prótesis no voy a tardar en regresar”.

Rosman Esteban afuera de la Fundación Vida Nueva

Prótesis y muletas en el área de rehabilitación.

IV. Los secretos de La Bestia

Hay un secreto que guarda La Bestia que pocos conocen. La Bestia, ese gigante animal metálico imparable, tiene una debilidad. En la parte trasera del último vagón hay una manija que sirve para frenar las llantas. Aunque hacerlo tiene un costo. Si se jala, el tren se para. Si se para, los vigilantes de Ferromex actúan.

“Cuando veníamos para aquí agarramos el tren en Coatzacoalcos para bajarnos en Tierra Blanca. A medio camino sentimos que el tren empezó a detenerse y de repente venían unos chavos corriendo y gritando que nos bajáramos. Nosotros pensamos que ahí era la estación y que quizá venía Migración a detenernos. Nos bajamos y vimos que venían los garroteros. Nos agarraron, nos golpearon y nos pusieron con el cuello sobre las vías del tren. Nos dijeron que iban a arrancar el tren y que nos iban a cortar la cabeza. Estuvimos ahí tirados en la tierra caliente como media hora hasta que nos dejaron ir”, cuenta Javier, un hondureño que aguardaba a principios de octubre debajo del puente de Irapuato.  

Javier, un migrante hondureño, en el albergue donde vive en Celaya, en el estado mexicanos de Guanajuato.

Aunque las vías sobre las que viaja el tren están bajo el resguardo de los vigilantes armados de Ferromex, quienes realmente controlan son las estructuras de crimen organizado que operan a lo largo de la ruta. A veces es un cartel. A veces otro. A veces las pandillas. O a veces grupos locales que se suben a asaltar a los migrantes. Cuando La Bestia viaja a alta velocidad pasan vagón por vagón cobrando una cuota. Quien no paga corre el riesgo de ser tirado del tren. A muchos los muerde La Bestia. A otros los mata.

No hay un registro de cuántos migrantes ha matado La Bestia. Ni tampoco se sabe a cuántos con exactitud les ha arrancado pedazos de su cuerpo. Muchas veces, los migrantes que no portan documentos son enterrados junto a los indigentes mexicanos, volviendo así esta cifra indescifrable. 

Las vías del tren llegaban hasta 2005 a Tapachula, en la frontera sur de México con Guatemala. Muchos murieron ahí. En el cementerio Jardín de la ciudad hay pruebas de ello. Los viejos enterradores me lo contaron un día. “Aquí venían despedazados. Los arrastrábamos y a veces se caían los pedazos. Los perros se comían las patas o las manos que se nos caían de las carretas porque nos los traían sin caja y ya empezaban a descomponerse”, recuerda Santos, un sepulturero al cuyas manos llegan cuerpos de migrantes desde hace más de 25 años.

Durante muchos años, la Bestia comió carne centroamericana. Sin embargo, al menos desde 2018, el flujo migratorio que busca llegar a Estados Unidos pasando por México ha cambiado. Por el lomo del tren ya no solo viajan hondureños, salvadoreños, guatemaltecos, nicaragüenses y mexicanos que quieren llegar a Estados Unidos. También lo hacen venezolanos, ecuatorianos, haitianos e incluso migrantes de otros continentes. Un reporte reciente del Instituto Nacional de Migración revela que solo para 2023 la institución emitió cerca de 100,000 permisos temporales a personas provenientes de 103 países de  los cinco continentes del mundo. Ahora, en el camino no es raro encontrar migrantes que viajan desde los confines de África o Asia en una larga travesía que ha modificado el panorama en el camino.

V – Siempre hacia el Norte

Un mes después de que La Bestia le pasara una de sus ruedas metálicas por encima y le amputara la pierna izquierda hasta la mitad de la tibia, Jerónimo envolvió bien su muñón con una venda elástica negra, le hizo un nudo a la pierna del pantalón que le sobraba y empacó sus cosas. Tomó su muleta y renqueó hacia las vías del tren para volver a subirse a lomos del tren.  

Con la mochila al hombro, a un lado de las vías, Jerónimo se despidió de cuatro amigos queridos que le habían ayudado dándole techo, comida, medicina y compañía en Irapuato durante su mes de convalecencia. Antes que llegara el tren, le ordenó a su prima y compañera de camino que se alistara. Agudizó su oído y esperó a que los pitidos roncos le dieran la señal de salida.

En ese instante, cuenta Jerónimo, sonó su teléfono celular. Era su padre, quien llamaba desde Venezuela, a más de 5,000 kilómetros de distancia, para ordenarle que detuviera aquella locura. A cambio le prometió que, si esperaba, buscarían juntos una forma más segura de viajar.

Pero Jerónimo no es gente de esperar y solo entre todos lo pudieron convencer de que soltara la mochila, que se fuera a casa a curar su muñón adolorido mientras encontraban otro camino.

Un pastor evangélico y las personas que lo estaban viendo a unos metros de distancia se alegraron al verlo retroceder y lo llevaron de nuevo a una casa temporal en el centro de la ciudad. 

Ahí lo conocí, a principios de octubre de 2023, encerrado en un pequeño cuarto de piso sin loza en un suburbio de Irapuato, mientras asomaba la cabeza por la ventana que da a la calle para mirar quién tocaba a su puerta.

Sorprendido por nuestro interés en conocer su historia, nos recibió sonriente con su muñón envuelto en un paño.

—¿En qué estabas pensando cuando te ibas a subir al tren de nuevo?

—En nada. Solo en que quería irme ya.

Jerónimo prepara su mochila en Irapuato, Guanajuato, para partir a Juárez, en la frontera con Estados Unidos.

A pesar de la mordedura que le cambió la vida para siempre, Jerónimo seguía mirando hacia el norte. Siempre hacia el norte. Cuando le pregunté qué haría si le tocara regresar me dijo que eso para él no es opción. Ni siquiera tiene una respuesta elaborada. No cabía en su mente.

En medio de decenas de miles de migrantes que huyen de la violencia, el hambre o las dictaduras, Jerónimo, que ha sufrido el hambre y la pobreza, busca. “Mi sueño es conocer el mundo y ser un creador de contenido”, dice mientras muestra sus videos bailando salsa en una pequeña habitación de paredes blancas. En el video, Jerónimo mueve con agilidad sus dos piernas. Mientras ve el video, su cara se ensombrece.

Pero ahora, con una sola pierna y con todo escenario en su contra, Jerónimo encontró otra forma de avanzar. El pastor evangélico Armando Gutiérrez, quien lo ayudó en su recuperación, le consiguió espacio en un albergue en Ciudad Juárez, en la frontera norte.

Cerca del mediodía del 3 de noviembre de 2023, el pastor llegó por Jerónimo en su modesto automóvil. Jerónimo empacó unas bermudas, tres camisetas, un pantalón extra, ropa interior, una bocina para escuchar sus canciones de salsa favoritas y el cargador de su teléfono. Equipaje ligero para un largo viaje.

Antes de subirse al carro, Jerónimo volteó por última vez para despedirse. Hizo un gesto de victoria levantando un poco su muleta. El carro arrancó dejando un zumbido en el aire mientras Jerónimo se convertía en un pequeño punto en el camino que lleva hacia el norte. Siempre hacia el norte. Nunca hacia atrás. Su gesto, en lugar de una despedida, parecía un saludo al camino, La Bestia lo mordió, pero él siguió caminando.

VI. Epílogo

A principios de enero de 2024, Jerónimo me escribió un mensaje de texto: “Feliz año nuevo. Ya estoy en Tennessee”.

Hace unos días me volvió a escribir. “Estoy por aquí trabajando. A veces hago taxi o vendo golosinas en la calle. Me defiendo para mientras encuentro un trabajo bueno y cumplo mis sueños”.

Autor

  • Periodista salvadoreño. Cubre violencias, migración y crimen organizado en México y Centroamérica. Ha publicado en The New York Times, The Guardian, El País, entre otros. Premio Ortega y Gasset 2024 y Premio a la excelencia de la SIP en 2019 y 2023.

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