En Honduras llevamos dieciséis años votando con miedo. Desde aquel 2009 en que los militares, dirigidos por el general Romeo Vásquez Velásquez, sacaron en pijamas al entonces presidente Manuel Zelaya, el miedo se instaló como hábito electoral. Pasaron seis meses después del golpe para celebrar elecciones y la abstención las marcó junto con la falta de reconocimiento de la comunidad internacional. Después vinieron los comicios que tuvieron el sello de Juan Orlando Hernández: votos rurales inflados, apagones, ilegalidad y represión.
En 2021, cuando el país parecía decidido a castigar en las urnas a la estructura de Juan Orlando Hernández, la campaña se tiñó de amenazas, rumores de saqueos y centenares de negocios y casas cubiertos con cortinas metálicas o de madera, como esperando el caos. Aun así, la gente venció el miedo y salió a votar.

Hoy estamos en un escenario parecido, aunque más deteriorado. Las campañas de desinformación circulan con fuerza, la figura del general Vásquez reaparece como fantasma del golpe —una sombra que asusta a quienes no ruegan por una nueva ruptura institucional, porque, por increíble que parezca, hay quienes esperan una— y el oficialismo contribuye al clima de terror: un Congreso cerrado y administrado por una comisión permanente de nueve diputados con la agenda oficialista; un estado de excepción que no ha sido suspendido; militares con más potestades de las que la ley permite en tiempos electorales y un sistema judicial convertido en arma contra consejeros y magistrados que no son afines. Mientras tanto, se instala el mensaje: si no gana la candidata oficial, es que hubo fraude.
Rixi Moncada, candidata de Libre, no puede alegar desconocimiento sobre cómo funciona una elección pues fue presidenta del CNE en 2021. Entonces, el miedo era la herramienta del Partido Nacional, que difundía imágenes grotescas como aquella pancarta con la caricatura en la que una mujer embarazada era apuñalada por Xiomara Castro o aquellos anuncios de televisión que intentaban despertar el miedo al viejo fantasma del chavismo. Ahora, el partido Libre con su candidata Rixi Moncada juega al miedo desde el otro extremo, desacreditando con anticipación a los árbitros y sembrando dudas sobre un resultado que parece temer.
El miedo que promueve Moncada, está bajo la sombra de un poder generador de miedo más grande, aquel que la presidenta Xiomara Castro ha intensificado al posicionar a las Fuerzas Armadas, en medio de un estado de excepción, como el único garante del resultado presidencial de las elecciones. No puede haber miedo más grande y veneno más efectivo que mate a una democracia que llamar a elecciones desde el cañón de un fusil militar.
Del otro lado está Salvador Nasralla, que un día fue aliado de Moncada y los Zelaya en aquella alianza improbable que los unió para vencer al Partido Nacional en 2021. Hoy Nasralla esparce el miedo a la izquierda, con más rumores que propuestas, y el Partido Nacional, que le sigue en las encuestas a Nasralla, también lo utiliza pues sabe que su base está organizada y dispuesta a defender el voto, pero su reto es arrebatarle electores a Nasralla para abrirse paso de nuevo hacia el poder.
Un eventual regreso del Partido Nacional —con su pasado manchado por el narcotráfico y el autoritarismo de JOH— reforzaría la narrativa de Libre sobre el fraude y el retorno del régimen criminal. Nasralla, una vez más, podría quedar como el político que no logra descifrar las reglas del juego hondureño, o como un posible rostro de reconciliación nacional si decide aliarse con las otras fuerzas de oposición en —y esta vez sí—, un gobierno de reconciliación.
Moncada, sin duda, es quien lleva la campaña de miedo más difícil de explicar, viniendo de dónde viene ella. La exministra de defensa aprendió de las elecciones pasadas que el sistema de transmisión electoral tiene fallas y que esas fallas pueden usarse o esconderse. En 2021, una auditoría definida como de «uso privilegiado y confidencial», a la que Contracorriente tuvo acceso, reveló «graves deficiencias en el sistema de Transmisión de Resultados Electorales Preliminares (TREP) utilizado en las elecciones generales de 2021, como la falta de verificación del software, la ausencia de registros de cambios, la exclusión de partidos políticos y errores en pruebas públicas».
Según este informe, miles de actas no llegaron al centro de cómputo en tiempo real, muchas fueron fotografiadas con mala calidad o transmitidas tarde, y los partidos aprovecharon esos vacíos para sembrar sospechas o manipular narrativas. Aunque los resultados finales coincidieron con los datos de las actas físicas —que no todos los partidos tenían en su poder—, se demostró que el sistema es frágil, vulnerable a la desconfianza y a la manipulación política. Moncada lo sabe y ha llamado a su militancia a tomar fotos de las actas y les ha dicho que solo su transmisión será reconocida por ella. Su pupilo, representante de Libre en el CNE, Marlon Ochoa, la secundó.
Ahora mismo, la ciudadanía hondureña vuelve la mirada hacia la comunidad internacional y las misiones de observación nacionales e internacionales, buscando en ellas algo de certeza a través de sus opiniones expertas, acceso a datos, es decir, una mínima garantía de que el proceso no será secuestrado. Pero, a pocos días de las elecciones, el oficialismo ha comenzado a cooptar ese último resquicio de credibilidad, diluyendo así la esperanza de que las misiones nacionales sean un mecanismo vigilante.
A todos, en cierta medida, les conviene el miedo: a Nasralla, para pedir el voto «en defensa de la familia» frente al supuesto avance de la izquierda; a Libre, para mantener movilizada a su base y deslegitimar cualquier derrota; al Partido Nacional, para presentarse como el único garante del orden en medio del caos. Y mientras tanto, el miedo da oxígeno a figuras como Romeo Vásquez Velásquez, que desde el patio de una casa graba videos burlándose del gobierno y se reescribe a sí mismo pretendiendo transitar de golpista a supuesto «salvador» de la patria.
El miedo ha sido, durante demasiados años, la herramienta política y electoral más eficaz en Honduras. Pero también ha sido el lenguaje con el que se nos ha negado la posibilidad de imaginar un país distinto. Si el voto vuelve a ser un acto de miedo y no de esperanza, quienes gobiernen lo harán sobre un terreno minado por la desconfianza. Y de ese miedo no se alimenta una democracia, sino una sombra que ya bastante invadida tiene a Centroamérica.


