Una ciudadanía informada y dispuesta a movilizarse por un bien común es tan indispensable para articular la defensa de la democracia como lo son sus instituciones consolidadas. A veces, como en Brasil, es esa combinación la que frena los embates autoritarios. En otros casos, como en Guatemala, es la ciudadanía quien se convierte en el principal dique de contención cuando las instituciones fallan.
¿Qué significa defender la democracia? Más allá de la importancia de votar o participar en sus instituciones, es oponerse activa y frontalmente a todo aquello que amenace sus principios, degrade su calidad, deteriore la convivencia o restrinja derechos. Es saber identificar y rechazar retrocesos que no solo afectan al sistema político, sino también a nuestra vida cotidiana. Defender la democracia implica, en última instancia, asumir una responsabilidad individual al servicio de lo colectivo: reconocerla como propia para defenderla como nuestra.
En América Latina, y también en muchos países europeos, donde las instituciones democráticas han logrado avances importantes pero aún enfrentan presiones persistentes, amenazas directas y una creciente desafección, observar y comprender cuándo y cómo se produce esa activación ciudadana permite visibilizar los mecanismos —y también los márgenes— de resiliencia de nuestras democracias. Los casos de Brasil y Guatemala muestran que no hay una única forma de defender la democracia desde abajo, pero sí algunas claves comunes.
En octubre de 2022, Luiz Inácio Lula da Silva ganó las elecciones presidenciales en Brasil por un estrecho margen ante el entonces presidente Jair Bolsonaro (50.9 % frente a 49.1 % en segunda vuelta). Estas elecciones se llevaron a cabo en un contexto de altísima polarización. La campaña estuvo marcada por una creciente desconfianza en las instituciones electorales, alimentada desde el propio Ejecutivo, cuestionando la credibilidad del Tribunal Superior Electoral y sugiriendo que el sistema electrónico de votación era vulnerable al fraude.
Bolsonaro evitó reconocer formalmente los resultados tras su derrota y la tensión se transformó en crisis institucional cuando, el 8 de enero de 2023, miles de sus seguidores asaltaron, de forma coordinada, las sedes del Congreso, el Supremo Tribunal Federal y el Palacio presidencial en Brasilia en un intento de desestabilizar el nuevo gobierno que había tomado posesión apenas siete días antes.
La respuesta fue contundente. Las instituciones—en particular el Supremo Tribunal Federal y el Tribunal Superior Electoral— reaccionaron con rapidez, desplegando medidas judiciales inmediatas como mecanismos de protección democrática: ordenaron arrestos, suspendieron a funcionarios implicados, reafirmaron públicamente el resultado electoral como legítimo e inapelable, blindando así el reconocimiento oficial del nuevo gobierno y enviando un mensaje claro en defensa del orden constitucional. Amplios sectores de la sociedad civil, partidos políticos, medios de comunicación, sindicatos y organizaciones sociales repudiaron el ataque y se movilizaron en defensa del resultado electoral. En casi todas las grandes ciudades del país se organizaron concentraciones y actos públicos que no expresaban necesariamente un apoyo incondicional a Lula, sino una defensa activa de los principios democráticos y del respeto a la voluntad popular.
Esa reacción no fue improvisada. Durante al menos dos años, distintos actores institucionales y de la sociedad civil se fueron preparando ante la posibilidad de un intento de ruptura democrática, fortaleciendo los mecanismos de vigilancia electoral, anticipando escenarios de crisis y articulando redes de defensa institucional. Mediante campañas de información, monitoreo ciudadano y articulación en defensa del voto, construyeron una base de legitimidad y vigilancia que resultó clave cuando la democracia fue puesta a prueba y la movilización en las calles se volvió indispensable. Lo que aconteció en Brasil ilustra el alcance de las dimensiones preventiva y reactiva de la resiliencia democrática cuando existen tanto capacidad institucional como capital social movilizado.
Pocos meses después, Guatemala vivió en 2023 una de las crisis políticas más profundas desde su retorno a la democracia. El sorpresivo paso de Bernardo Arévalo, del Movimiento Semilla, a la segunda vuelta electoral desató una serie de maniobras por parte de sectores del poder tradicional para impedir su llegada a la presidencia mediante intentos de suspender la personalidad jurídica del partido Semilla, allanamientos a las instalaciones del Tribunal Supremo Electoral o la incautación de actas electorales, todo ello bajo el auspicio del Ministerio Público y con el respaldo de ciertos sectores judiciales y legislativos. A pesar de estas presiones, Arévalo fue proclamado presidente electo, aunque su investidura el 15 de enero de 2024 se retrasó varias horas debido a maniobras parlamentarias para obstaculizar la toma de posesión.
Frente a este embate autoritario orquestado desde dentro de las instituciones, la ciudadanía guatemalteca respondió con una movilización sin precedentes. A partir de octubre de 2023, miles de personas, lideradas por organizaciones indígenas como los 48 Cantones de Totonicapán, Parlamento del Pueblo Xinka de Guatemala, Municipalidad Indígena de Sololá o Pueblo Mam organizaron protestas, bloqueos de carreteras y vigilias frente a sedes gubernamentales, exigiendo el respeto a los resultados electorales así como la renuncia de funcionarios señalados por socavar la democracia. En paralelo, organizaciones de la sociedad civil como Red Ciudadana complementaron el esfuerzo de protesta mediante monitoreos y presión en defensa de la transparencia e impulsando la participación. Estas manifestaciones, que se extendieron por más de 100 días, contaron con el respaldo de amplios sectores sociales, incluyendo estudiantes, organizaciones campesinas y colectivos urbanos.
La movilización no solo logró frenar los intentos de revertir los resultados electorales, sino que también evidenció la capacidad de la sociedad civil para actuar como un contrapeso efectivo frente a las amenazas autoritarias. En un contexto donde las instituciones no sólo fracasaron a la hora de proteger el orden democrático sino que además impulsaron su regresión, fue la ciudadanía organizada y movilizada la que sostuvo la democracia guatemalteca desde abajo.
Los casos de Brasil y Guatemala ponen de manifiesto que defender las instituciones democráticas no es una tarea exclusiva del Estado: es también un ejercicio colectivo de vigilancia, reacción y apropiación ciudadana de la democracia. Para hacer esto posible, es urgente capacitar a las personas con las herramientas adecuadas que permitan identificar incluso las señales más tempranas de erosión, y que así la ciudadanía se posicione en el centro, no en los márgenes, de la primera línea de defensa.