Nosotras, las masacradas

.[Entre las 7:50 y las 8:56 de la mañana del 20 de junio de 2023 se perpetró la mayor masacre en una cárcel de mujeres de la historia moderna: un grupo de internas asociadas al Barrio 18 asesinó a 46 mujeres, y mutiló e hirió a decenas más, en la prisión hondureña de Támara, según las cifras oficiales. Redacción Regional narra la vida dentro del penal a través de más de treinta entrevistas realizadas a las protagonistas a lo largo de dos años; también la muerte, reconstruida con informes internos de la prisión, documentos judiciales y de inteligencia, testigos, un vídeo y fotos sobre la matanza. Esta es una historia sobre una hora de violencia brutal, los porqués detrás de ella y el papel de unas autoridades que, como las mujeres que murieron y las que mataron, sabían que la guerra entre el Barrio 18 y la MS13 se había colado desde hacía tiempo en la prisión. Tenían múltiples avisos de que las balas y las llamas arrasarían las vidas dentro de esos muros y no hicieron nada para impedirlo].
Ilustraciones: Donají Marcial y Monserrat Benítez

1. La masacre

Un grupo de internas asociadas al Barrio 18 avanza por los pasillos que llevan al sector 1 de la cárcel de Támara para matar. Son las 8 de la mañana del 20 de junio de 2023. Hace diez minutos redujeron a dos de las cuatro custodias de este penal y les quitaron las llaves. Las internas del sector 1 escuchan los gritos de las otras dos custodias que aún no han sido sometidas. Les avisan que van a por ellas, que se preparen. Pero no hay tiempo. Las dieciocheras están armadas con fusiles, pistolas, subfusiles uzi y granadas. Llevan también punzones, machetes y gasolina. 

Con las primeras ráfagas, disparadas todavía desde el pasillo de acceso, matan a cinco internas. Ingrid, una de las líderes del sector 1, conduce a 22 mujeres más hasta la celda 4. Mama, la líder máxima, Monserrat, una de sus asistentes, y al menos 110 mujeres más, trepan por los muros y huyen por los techos.

Ingrid y su grupo tapan con colchones la entrada del baño de la celda que han elegido como fuerte. Las dieciocheras ven que sus tiros y sus machetes no encuentran carne sino colchón y catre, entonces invocan el arma más poderosa cuando de masacres carcelarias se trata: el fuego. Ingrid y otras 22 mujeres mueren calcinadas en ese baño. 

La estrategia de Mama funciona mejor. Aunque muchas de ellas están baleadas y acuchilladas, esas mujeres consiguen sobrevivir.  

Las dieciocheras están convencidas de que todas las mujeres del sector 1 pertenecen a la MS13. Por eso atacan con tanta furia. La masacre no termina ahí: la muerte y el fuego son animales que una vez liberados es difícil saber qué camino tomarán y a quién morderán. Según un documento judicial que relata los hechos, las asesinas se dirigen a otros sectores. Están grabando y fotografiando la masacre. Varias de esas fotos y un video serán enviados a ciertas personas fuera del presidio, quienes me los filtrarán a mí. 

Dos mujeres de mediana edad tiradas en el suelo se cubren la cara con las manos para defenderse pero ya sin convicción, ya perdieron. Otro grupo de mujeres les dan machetazos y las apuñalan con punzones en los costados. Una dieciochera joven y menudita coge a una de ellas por el pelo, casi podría decirse que con cuidado, y le asesta unas 15 puñaladas en el cuello con un punzón. El grupo alrededor de las dos mujeres tiradas en el suelo crece. Una mujer intenta poner una cuerda de nylon alrededor del cuello de una de las víctimas, pero la rechaza con las manos. Otra dieciochera se acerca y les lanza una y otra vez una roca, pero no logra matarlas. Varias asesinas vuelven a meterles punzones en el cuello. 

En uno de los patios una mujer yace muerta, con el cráneo destrozado, y la piedra que le quitó la vida junto a su cabeza. Sus asesinas le bajaron los pantalones y le levantaron la camisa. El cádaver de otra mujer joven con varios tiros en la cara y el tórax está en una celda junto a su cama. Aún viste su pijama roja.  

Una mujer encapuchada y con una camiseta alusiva a la película The Punishment, empuña una pistola. 

Son las 8:56 de la mañana. 46 mujeres han muerto en la cárcel de Támara, más decenas de mutiladas y heridas de gravedad, según cifras oficiales. En apenas una hora se acaba de perpretar, de acuerdo con la organización humanitaria Human Right Watch, el motín más mortífero en una cárcel de mujeres del que hay registro en la historia moderna. 

Esta tragedia se da, paradójicamente, en el mandato de la primera presidenta de la historia de Honduras, Xiomara Castro. Su gobierno tuvo múltiples avisos sobre esta masacre. Las masacradas hicieron peticiones a la directora del penal para que las trasladaran, enviaron cartas y suplicaron. Dijeron que serían asesinadas y las asesinas dijeron que las matarían. Como prueba de ello, tres años antes mataron a seis mujeres en lo que fue la primera masacre de Támara. Las autoridades contaban con informes internos del penal y documentos de inteligencia a los que ha accedido Redacción Regional, que advertían de que una matanza estaba por venir. Pero decidieron ignorarlo todo.

Las internas que han sobrevivido a la segunda matanza de Támara siguen compartiendo cárcel con el grupo de asesinas. Ellas continúan advirtiendo de que volverán a matar. Pero sobre lo que queda en Támara después de la matanza hablaremos al final de esta crónica. 

Hablemos ahora con las muertas, y con sus asesinas. Ellas podrán explicarnos mejor cómo se gestó la masacre, cómo se cocinó a fuego lento dentro del gran horno en que se ha convertido el sistema penitenciario hondureño, y cómo las asesinas se aprovecharon de todo un sistema corrupto. Dejémoslas pues que cuenten su historia de muerte, y de vida, en Támara, esta gran tumba de mujeres hondureñas. 

2. Támara, las que van a morir te saludan.
(13 meses antes de la masacre)

En el sector 1 de Támara, detrás de una reja de barrotes gruesos cerrada con un candado, Monserrat, una mujer joven, bajita y morena, me saludó y gritó: “’¡Coordinadoras, coordinadoras!”. Era como un megáfono humano, una de las “gritonas” del penal, como les llaman, porque su trabajo, valga la redundancia, es gritar. Gritan que ya llegó la comida, o que una interna es solicitada por la dirección, o que ha llegado el abogado de alguna o, como en este caso, que llegaba un visitante inesperado. 

Otra mujer joven me recibió en un pasillo con grandilocuentes gestos de amabilidad. Era trigueña, llevaba una libreta en la mano, las uñas pintadas y decoradas con dibujitos. Llevaba maquillaje y su cabello teñido de color rojizo. Se llamaba Ingrid. 

Me llevó del brazo al recinto como si estuviese metiéndome en las oficinas de un banco. Aquel recinto estaba lleno de cajas de Coca-Cola, Pepsi y otras cajas con comida enlatada y frituras. 

Ingrid no era una líder máxima en este sector del penal, su cargo de coordinadora, según me explicó, era más un rol administrativo sin mucho poder de decisión. Básicamente ordenaba la vida de las demás, observaba que se cumplieran las reglas y distribuía equitativamente los recursos. Me dejó claro que por encima de ella y las demás coordinadoras había alguien más a quien deberían llevarle mis peticiones. Estas eran, en concreto, poder sentarme con ellas a conversar sobre su vida. Me dijo que regresara al día siguiente, que debía preguntar a Mama, la mujer que mandaba en este sector del penal de Támara. La jefa.

Cuando regresé al siguiente día, Ingrid me recibió contenta, con una mirada cómplice me dijo que, aunque a regañadientes, Mama había accedido. Ese mismo día comencé a entrevistar, junto a un grupo de colaboradores, a decenas de mujeres que se sentaron durante semanas frente a unos extraños para contar su vida. 

Hablé con al menos 20 internas. Al principio se mostraban recelosas y desconfiadas, pero después de unos días hacían cola para compartir sus caminos espinosos llenos de hombres violentos, pobreza, hijos, soledad y la muerte revoloteando siempre alrededor. 

La mayoría de estas mujeres que me contaron su vida morirían 13 meses después.  

Antes de comenzar las entrevistas, le había dicho a Ingrid que quería empezar por ella. “Yo no, si yo no tengo nada interesante que contar, siento que me va a dar pena”, me dijo esa vez. 

No era cierto. 

3. La primera masacre.
(Tres años antes de la segunda masacre)

“Que salga esa perra, en bandeja de plata vamos a entregar su cabeza”, escuchó Ingrid en la madrugada de su primera noche en prisión. Eran las internas del Barrio 18, una de las dos mafias pandilleras que gobiernan buena parte de Honduras y quienes son mayoría en este penal. Se paseaban por su celda, amenazándola. Esto pasó en el 2020, en plena pandemia por la covid 19. La celda donde estaba Ingrid era una especie de cortafuegos para el virus, un lugar donde las recién llegadas deberían permanecer al menos 15 días antes de juntarse con el resto de población. Le llaman ‘La Plancha’. 

Ingrid fue capturada el 18 de mayo del 2020 en la colonia Las Mercedes, uno de tantos bastiones de la Mara Salvatrucha-13 en el distrito central hondureño. Fue capturada junto a otras dos mujeres en su casa, donde vivía con su esposo y sus dos hijos. Ahí Ingrid operaba un salón de belleza. Esas dos mujeres con las que la capturaron trabajaban para la Mara Salvatrucha-13. El verbo está bien empleado, así describen ellas su rol dentro de la MS-13, no son parte de la organización de la misma forma que un vendedor local de Coca-Colas no es “parte” de The Coca Cola Company

Estas mujeres llegaron a su casa con unas mochilas y mientras se hacían el cabello y las uñas llegó un escuadrón de la Fuerza Nacional Anti Maras y Pandillas y las apresó a las tres. Una de esas mujeres era Monserrat, la mujer gritona que dos años después anunciaría mi llegada con su vozarrón y tres años después huiría del fuego y las balas por los techos de la cárcel. 

La prensa hondureña de nota roja, en uno de tantos ejercicios de irresponsabilidad gremial, publicaron sus encabezados al estilo  ‘Capturan a Shakira, y otras dos mareras en colonia Las Mercedes’. Ingrid se ganó frente a sus vecinos el apodo de Shakira por sus constantes cambios de look, y ese apodo inocente y familiar terminó convertido por la prensa en un rimbombante alias pandillero.

Por eso las pandilleras del Barrio 18 se paseaban por fuera de ‘La Plancha’ tronando sus machetes y tirando amenazas: “Ya estos días queremos la cabeza de la Shakira”, insistían una y otra vez.  

“A nosotras esas mujeres nos amenazaban, nos insultaban. Nos decían que ya nos iban a matar —me dijo Monserrat en una de nuestras entrevistas—, y todo por que salimos en las noticias”. “En mi caso y el de otras compañeras era cierto, nosotras sí trabajamos con ellos (la MS-13), pero todas sabíamos que este penal es controlado por las contrarias (Barrio 18), y no queríamos que se enteraran”.

Al quinto día de estar en ‘La Plancha’ Ingrid, Monserrat y otras dos mujeres se habían acomodado lo mejor que habían podido. Ese día, por primera vez, no llegaron las dieciocheras a amenazarlas. Pudieron comprar algo de comida, café y cigarros por medio de otras reclusas y decidieron matar el tiempo cantando y bailando. 

Pero las llamas también saben bailar: “¡Fuego!”. 

El grito temido de todo penal hondureño sonó a la 2 de la madrugada del 23 de mayo de 2020. La bestia luminosa que ha devorado a unos 600 reos en Honduras en los últimos 20 años se había metido en Támara. La historia reciente les decía a las internas que era un animal difícil de domar. Ingrid y Monserrat destrozaron la reja. “Tenía las bisagras todas podridas, como todo en este penal”, me dijo Monserrat, y corrieron sin más plan que huir de las llamas.

Según la reconstrucción que hicieron para mí al menos 15 mujeres, el incendio empezó en la enfermería cuando una dieciochera prendió fuego a un colchón para iniciar un caos que sus compañeras aprovecharían para asesinar emeeses. Si lo que estas mujeres afirmaron es cierto, el plan salió según lo previsto. 

Ese mismo día las dieciocheras mataron a seis mujeres, entre ellas tres trabajadoras de la MS-13 conocidas como la Yuky, la Kitty y Nicole. A la Kitty y Nicole las dieciocheras las sacaron del recinto destinado a las madres y sus hijos, les quitaron a sus bebés de los brazos y las apuñalaron hasta matarlas. Ellas mismas entregarían, días después, esos bebés a las abuelas.    

La primera masacre de Támara lo cambió todo. Antes, a diferencia de lo que ocurre en el resto del sistema carcelario hondureño, en este penal no existía la rabia binaria que enfrenta a la Mara Salvatrucha-13 con el Barrio 18. Acá las internas, si bien reconocían su pertenencia o afinidad a una u otra estructura, no llevaban esa otredad hasta la violencia. 

Después de la masacre, decenas de internas vinculadas a la MS13 por parentesco, trabajo o por vivir en ciertas colonias, fueron trasladadas a otro penal. Escribieron numerosas cartas, varias de las cuales me enseñaron durante mis visitas, y peticiones a las autoridades, entre ellas a la directora del penal de Támara, en aquel entonces la subcomisaria de Policía Ericka Fabiola Rodríguez, que en diciembre de 2022 sería despedida acusada de permitir salidas de prisión a algunas internas. Pidieron que nunca las regresaran a Támara, pero cinco meses después las regresaron. Pidieron entonces que las volvieran a trasladar. 

“La directora nos dijo que éramos exageradas. Que no fuéramos miedosas, que no nos iba a pasar nada”, me contó Monserrat en nuestra plática en 2022.  

Escribí y llamé al departamento de comunicaciones del Instituto Penitenciario Nacional para conocer la versión de las autoridades y la de la subcomisaria Rodríguez. Una fuente del departamento me dijo: ”Sobre ese tema no te van a dar ninguna declaración”. En efecto, no recibí respuesta oficial.

Lo único que lograron las internas fue que a todas a las que de alguna forma se les vinculara con la MS-13 las ubicaran en un sector aparte: el sector 1. Por eso 138 mujeres fueron recluidas desde ese momento en este recinto. Por eso acá las conocí en mayo de 2022 y por eso acá mismo murieron 28 de ellas en 2023. 

La primera masacre anunciaba el inicio de una lógica de guerra: el penal era terreno en disputa. Las cartas de las que serían masacradas y las amenazas de las que masacrarían avisaban de que los tiros, el fuego y la muerte regresarían. No fueron las únicas señales que obviaron las autoridades. La última pista que las dieciocheras dieron antes de hacer lo que tenían tres años diciendo que harían, quedó consignado en una bitácora interna del penal. 

La mañana del 17 de junio de 2023 a una interna se le cayó una granada industrial frente al equipo de seguridad de la prisión. La mujer identificada en los documentos confidenciales como “La Triple X”, tomó la granada, la guardó nuevamente en su mochila y siguió su camino. Este evento, a pesar de haber sido reportado a la dirección del penal, no tuvo ninguna consecuencia. No se planificó ninguna requisa, no se hizo investigación ni se activó ninguno de los protocolos de seguridad. La vida continuó apenas con una nota breve consignando el hecho. La muerte llegaría solo tres días después. 

La mayor masacre de la historia en cárceles de mujeres fue producto del esfuerzo colectivo: las dieciocheras hicieron, las autoridades dejaron hacer. 

4. Déjá vu.
(Día de la masacre)

Jerson habla por teléfono con su esposa, Ingrid. Son las 6:30 de la mañana del 20 de junio de 2023. Hablan sobre un paquete que él debe enviarle para el salón de belleza que ella ha instalado dentro de Támara. Hablan de temas anodinos, de sus hijos, del negocio familiar. Me contará esto semanas después, entre sollozos, arrepentido de no haber hablado algo más profundo, mientras despacha a sus clientes en un negocio de venta de insumos industriales. Jerson e Ingrid cuelgan poco antes de las 7:30.

A las 7:50 las custodias identificadas en un documento interno del sistema judicial hondureño como NYRC y LLMGM llegan para pasar lista al sector 7, donde guardan prisión las internas del Barrio 18. Las dieciocheras las capturan, las someten y les quitan las llaves de los demás sectores, las macanas, y los radios de comunicación. Con estos radios informan a las autoridades del penal que no entren. Tienen rehenes.

Los trabajadores y trabajadoras del penal, ante la imposibilidad de proteger la vida de las mujeres del sector 1 —son apenas cuatro policías para 912 internas en 10 sectores— optan por alertarles del inminente ataque que se les viene encima. “¡A corregirse que vienen las del (sector) 7!”, es la frase que se consigna en la cronología del informe judicial en el que se describe el suceso.

La dirección del penal llama al Instituto Nacional Penitenciario, pero por inverosímil que parezca, ahí nadie contesta. Entonces llaman al penal de hombres Marco Aurelio Soto, ubicado también en Támara. Desde ahí llegan los primeros policías militares. Todos permanecen fuera del penal.

Según algunas internas con quienes tuve comunicación, y según el mismo informe del poder judicial, las dieciocheras, además de radios y llaves, se roban también las listas de las internas y los sectores donde se encuentran. Con esas listas las buscan una por una.  

Las del sector 1 no pueden “corregirse”, no están listas. En 2022 pregunté a Mama, la líder de este sector, sobre su plan de contingencia para repeler el ataque que evidentemente iban a sufrir. En esa ocasión Mama se rio, fanfarrona, y me dijo que estaban más que preparadas. No lo estaban. 

En Honduras, en el bajo mundo y las barriadas, la gente tiene una frase para las crisis de violencia: cuando los asesinatos se disparan dicen que “anda suelta la calaca”, haciendo alusión a la muerte como si fuera una entidad en estado incontenible.  

Para el momento en el que Mama y Monserrat huyen por los techos y las dieciocheras prenden fuego a Ingrid y 22 mujeres más, la calaca ya anda libre en la cárcel de Támara. 

Ni los informes judiciales, ni los testimonios de las sobrevivientes, ni las actas forenses a las que tuvimos acceso consignan con precisión el orden y la dirección en que la muerte caminó después del fuego y los 28 asesinatos en el sector 1. Consignan nada más los resultados. En el sector 2, las dieciocheras matan a seis más, en el 3 matan a dos mujeres. En el sector 4 matan a cinco, en el sector 5 matan a dos, en el sector 9 a 3. 

Según los reportes forenses la mayoría de estas mujeres fueron asesinadas con armas de fuego de diferente calibre, pero también tenían decenas de puñaladas y al menos cinco de ellas tenían fracturas de cráneo. Les rompieron las cabezas con piedras. 

El grupo de Mama pide auxilio desde el techo de la prisión a los policías militares que están apostados en un torreón de vigilancia, pero, según testimonios filtrados por terceras personas, y según la propia investigación del sistema judicial, los policías se burlan de ellas y las apuntan con sus fusiles. 

Son las 8:56. La violencia cesa. Se escucha un silbido fuerte y las dieciocheras regresan a su sector. 

A las 10 y media de la mañana llega al presidio María, una mujer cuyo trabajo es representar a la MS-13 como estructura dentro del sistema carcelario. Es, en términos sencillos, la abogada de la Mara Salvatrucha 13 y su nombre no es María. 

“Cuando llegué me encontré al hijo de Ingrid, un muchacho de 19 años. Estaba desconsolado, ya sabía de su mamá. Pobre muchacho, se caía en el suelo llorando”, me dirá unas semanas después mientras tomamos un ron en un hotel de Tegucigalpa, la capital hondureña. 

Cerca del mediodía, llega Beyoncé, una mujer trans, quien trabaja en una ONG que vela por los derechos humanos de la población carcelaria:  

“Cuando llegué todavía tenían a las mujeres del sector 1 en la zona muerta (un espacio carcelario de seguridad alrededor del perímetro de la prisión) y esas mujeres estaban bien nerviosas, temblaban, estaban traumadas. Cuando llego otras mujeres de otros sectores se habían salido y estaban afuera, en la traca (pluma de ingreso para vehículos) y las policías las habían metido en el baño de los custodios, para que no se escaparan. Pensaron que era una fuga. Ellas son las que me fueron diciendo, mataron a Ingrid, mataron a Kenya, mataron a Loures, mataron a Vivian…”.  

Unas horas después, la Policía Militar del Orden Público hace una inspección en los sectores 7 y 6 de Támara, asignados a las dieciocheras. Los agentes encuentran un arsenal de 19 armas de fuego, entre cortas y fusiles, drogas, los radios que les robaron a las custodias y dos granadas industriales de fragmentación, como la que se le cayó de la mochila a la Triple X tres días antes de la masacre. 

5. Sector 1.
(13 meses antes de la masacre)

“¿Quién es entonces Mama, la mujer que manda en este sector?”, pregunté a Ingrid en una de nuestras entrevistas en mayo de 2022, ya que durante   las pláticas, y ante cualquier petición mía, siempre usaban el comodín: “Eso tenemos que consultarlo con la Mama, la líder de nosotras”. Así que decidí tratar de llegar hasta ella directamente. 

“Acá está, pero ella no va a querer hablar con usted. Imposible”, me dijeron. Les pedí entonces que al menos trasladaran mi mensaje. 

Mama se presentó ante mí, con un porte imponente y actitud de guerrera. “Tiene 10 minutos, qué quiere preguntar”, me dijo golpeando en su muñeca un reloj imaginario, como si en vez de invitarla a conversar la hubiese invitado a luchar. 

Mama es una de las pocas, poquísimas, mujeres con poder dentro de la estructura de la MS13. Esta organización prohibió el ingreso de mujeres alrededor del año 2010. Esto no significa que no haya mujeres en la estructura. Me atrevería a decir, después de unos 12 años estudiando esta organización en Honduras, que hay más mujeres que hombres en todo el aparato organizacional de la MS-13. La prohibición del 2010 tiene que ver con que ninguna mujer puede ser incorporada de forma oficial a la pandilla. Ninguna puede pasar ya por lo que en antropología llamamos rito de passage, en este caso el “brinco” del anglicismo jump in. Este rito es el que pasa un miembro de la estructura para volverse homeboy, o en caso de una mujer homegirl, marero consumado, con poder y jerarquía sobre los que aún no lo son. Supongo que es la misma diferencia que hay entre trabajar en una firma de abogados y ser socio de la misma. 

Mama fue brincada en los años noventa por pandilleros deportados de Los Angeles, California, en uno de los barrios más bravos que tiene Centroamérica: Chamelecón, en la ciudad norteña de San Pedro Sula. Si bien las pandillas en Los Angeles eran estructuras machistas y misóginas por definición, tenían un espacio de mucho mayor protagonismo para las mujeres, pero al migrar a Centroamérica estos espacios y esa posición se fueron diluyendo, mezclándose con sociedades en extremo agresivas con las mujeres. En Honduras, incluso aquellas que habían sido brincadas y marcadas en su cuerpo con la M y la S, perdieron su poder, fueron relegadas hasta tomar el valor de las cosas o los animales. Pero sobrevivieron algunas, muy pocas, a fuerza de bravura, estrategia y violencia. Mama es una de ellas. 

Para terminar de volverla una rareza en el mundo de las maras, es garífuna: una de las etnias surgida en la epoca colonial, una de las más pobres de Centroamérica, descendientes de esclavos negros alzados e indígenas arawak y calipona de las islas del Caribe, caracterizados, entre una gran variedad de rasgos culturales, por no figurar casi nunca en el universo pandillero de Honduras ni en otros tipos de violencia organizada. 

Mama es una mujer negra, con una voz ronca y tronadora. Es grande, grande como una osa, y el día que la conocí sus rastas le llegaban a la mitad de la espalda. Sus brazos, fuertes y robustos, contrastaban con unas uñas exquisitamente pintadas y decoradas con diminutos dibujos hechos por Ingrid. Sus cejas y pestañas también lucían un diseño formidable y de su cuello y sus orejas colgaban unas joyas doradas. Cada dedo lucía un anillo y ella entera olía a vainilla. 

“Nosotras acá, como usted puede ver, no le comemos al Estado. Nosotras comemos de los que nos manda la familia (MS-13). Ellos están pendientes de nosotras para lo que nosotras ocupemos. Ellos se encargan de nosotras”, me dijo con tono de orgullo.

No alardeaba, su sector estaba lleno de todos los mimos que se pueden permitir en una cárcel hondureña: la MS13 les enviaba cada 15 días lo que sea que ellas pidieran. La de aquella quincena incluyó decenas de cajas de Coca-Cola y otros refrescos, golosinas, al menos cuatro pasteles para las cumpleañeras del mes, medio cerdo y media vaca, entre otra larga lista de pedidos. 

“Yo hago la lista con las cocineras y según lo que las muchachas pidan. Si se me han portado bien yo les doy lo que pidan. La otra vez me pidieron unos parlantes de sistema sorround, porque dizque querían tener clases de baile. Se portaron bien y se los concedí”, me dijo Mama mientras me metía por el pasillo a los recintos donde vivían sus 137 protegidas. 

“Todas a corregirse, tenemos visita”, gritó Monserrat ante un gesto de Mama y decenas de mujeres a medio vestir corrieron desde el patio a sus habitaciones a ponerse más ropa. Alguna me regaló una frase erótica y explícita al pasar por mi lado, pero fue rápidamente pulverizada por la mirada iracunda de Mama. 

El sector 1 es un recinto cuadrado, con corredores y patio en medio, con  , seis habitaciones grandes en donde las mujeres han hecho subdivisiones y duermen por grupos. Tiene una cocina y una bodega y un salón multiusos que un día servía para las clases de zumba y otro día para las entrevistas de un periodista antropólogo con las internas. Estaba razonablemente limpio. Las mujeres ahí dentro se comportaban como en un internado cualquiera. La mayoría eran muy jóvenes. Belinda y Kenya bailaban zumba con unas pesitas de cinco libras en las manos, aunque Mama ya les había advertido de que mientras estuviese yo no podían encender los parlantes. Oneyda, Ruth y Sirian se juntaron en un rincón y parecían tener entre manos un chisme muy bueno, que no querían compartir con nadie. En su pequeño salón de belleza, Ingrid arreglaba el pelo y las uñas de las otras internas, e incluso había llegado a dar clases de peluquería, esmaltado y colocación de uñas acrílicas. 

Esas mujeres sufrían, no hay duda de ello, todas con las que hablé tenían hijos afuera y les aterraba morir a manos de las dieciocheras, pero también trataban de ser felices. Se reían fuerte y cantaban en un karaoke improvisado, en donde era muy difícil competir contra el megáfono humano que era Monserrat. No lucían o se comportaban como personas  violentas. Según archivos judiciales, apenas tres de las asesinadas en ese sector estuvieron involucradas en delitos de asesinato. A la gran mayoría se las vinculaba a extorsiones y venta de droga. Celebraban sus cumpleaños, y el de sus hijos ausentes, y lloraban de dolor mientras soplaban las velas de los pasteles. 

En la bodega había dos grandes congeladores. Dentro había todo tipo de carnes y embutidos congelados. También helado, yogur y pasteles. “Cortesía de la familia, usted sabe, va”, me dijo Mama. 

Desde ese día, después de haber hablado con decenas de internas, quedamos con Mamá para conversar a diario durante las semanas que visité el presidio. 

Mama era una mujer razonable, sabía que tenía poder, pero a diferencia de los líderes pandilleros con quienes he hablado, ella no necesitaba remacharlo cada cinco minutos. Es además una mujer sensible. Ponía su cara de guerrera cuando hablaba de “las panoyas”, como les llama despectivamente a las dieciocheras, pero ríos de lágrimas le surcaban la cara cuando hablaba de sus hijos y del dolor que le causaba no haberlos criado ella misma. Mama me esperaba muy puntual y “corregida” al lado de las rejas de su sector, haciéndome bromas con su vozarrón de garífuna desde mi entrada al penal y recriminándome por mi habitual tardanza.

“Nosotras acá estamos rodeadas. Las panoyas controlan todos los sectores y hay unas de ellas que si son bravas, son sicarias”, dijo. 

El problema es que en su sector Mama no tenía guerreras: a los sumo tenía colaboradoras administrativas de la MS-13. La mayoría estaban ahí por delitos de bagatela o por extorsión y fueron ubicadas en el sector 1 por el simple hecho de vivir en territorio dominado por la MS-13 o por tener un familiar vinculado con esta estructura. 

“Es que muchas de ellas se apegan a la Mara estando acá. Ellas afuera no eran nada, pero el sistema las mete acá”, me explicó Mama. 

Era el caso de Ingrid, quien había entrado siendo una hondureña más y quien, a esas alturas, ya hablaba de la Mara como su familia, al grado de conseguir el cargo de “coordinadora”. Es por eso que en esta crónica me refiero a ellas como las internas del sector 1 y no como las emeeses. 

Mama y las suyas vivían bien, dentro de lo posible. La MS-13, además de enviarles una buena cantidad de comida, les hacía llegar caprichos a petición. El mecanismo para eso era sencillo. Más sencillo de lo que había imaginado. Mama me explicó que hacía una lista y se la envíaba a la directora del penal. Con su aprobación, esa carta llegaba a la MS-13. Días después llegaba un camión cargado con el pedido. Apenas recibía una inspección de parte de las autoridades y entraba al penal. 

Antes de mis visitas, la MS-13 había financiado pintura, camas, colchones, ventiladores y todo el cableado eléctrico nuevo del sector 1. Según Mama, esto último era para evitar un incendio.

6. La bomba de tiempo: ‘homegirls’ contra civiles
(Támara. Cinco años antes de la masacre)

“Acá nosotras estamos para lo que ellos nos ocupen”, me dijeron tres coordinadoras del sector del Barrio 18 en una de mis visitas a ese penal en 2018, en referencia a los líderes hombres de esa pandilla.

Las dieciocheras lucían camisas de hombre, de tallas mucho más grandes que ellas. Llevan zapatos Nike Cortez y hablaban y caminaban de forma contundente, ruda. 

Esa vez hablé con un grupo de unas diez mujeres. No hicieron más que quejarse de las condiciones de las instalaciones. Ante mis preguntas sobre su rol en la megaestructura del Barrio 18, guardaron silencio o se vendieron como herramientas poco letales de la mafia, con poco o ningún poder de decisión. 

En esa visita, cuando les pregunté cuál era el origen del odio entre su estructura  y la Mara Salvatrucha-13 respondieron con evasivas, con frases prearmadas y lugares comunes del tipo: “Es que usted sabe que los mierdas (emeeses) creen que ellos son mejores y que van a controlar el país y eso no es así”. 

En Honduras, según las cifras oficiales, la MS-13 tiene casi el doble de miembros y controla más territorio que el Barrio 18. Pero un estudio en el que participé en 2019 mostró que las autoridades capturaban casi al doble de miembros del Barrio 18 que de la MS-13. Esa ventaja en las calles le da a la MS13 mucho más margen para crecer como mafia y para consolidar sus redes operativas. Sin embargo, la deja en clara desventaja en los presidios, sobre todo en el de mujeres, donde la “población MS-13” está compuesta por mujeres sin experiencia con el machete o el fusil, sin capacidad de liberar y pastorear a la calaca. 

Mama lo sabía y uno de sus objetivos era conseguir más adeptas a la mafia en la cárcel. Sabía que el Barrio 18 sí tenía decenas de mujeres vinculadas a la estructura, e incluso varias homegirls. La MS13 no, la diferencia era muy grande. Por eso Mama mimaba a sus compañeras de sector, les compraba pasteles y las protegía. Estaba preparándose para luchar, pero la lucha llegó demasiado pronto.

“¡Visita. Coordinadoras a la entrada!”, gritó una de las gritonas del sector del Barrio 18, cuatro años después de mi primer encuentro con ellas, en mayo de 2022, 13 meses antes de la masacre. 

Esas mujeres eran diferentes a las del sector 1: llevaban al Barrio 18 en la mirada. Algunas estaban tatuadas hasta el cuello y lucían joyas con los emblemas de su pandilla. Dos mujeres grandes me escuchaban mientras liberaba yo mi perorata sobre las historias de vida y sobre lo importante que será para las futuras generaciones. No me veían a los ojos y no me respondieron nada concreto. Una de ellas acariciaba con ternura a una gatita coja. El animal tenía ojos verdes y una soga de nylon atada al cuello. Era su mascota. Las mujeres cambiaban el tono al hablar de la gata. Me dijeron que era huérfana, que su madre la abandonó por tener una pata tullida. No recuerdo el nombre, pero era uno infantil y pasteloso. Me dijeron que para conceder entrevistas tenían que consultarlo con sus mandos, y estos mandos con otros mandos. Al final accedieron a hablar conmigo y mi equipo de entrevistadores. 

Superadas las primeras impresiones, me di cuenta de que las historias de vida de esas mujeres eran en extremo similares a las del sector 1: un largo abanico de abusos sexuales, familias quebradas, amores imposibles, unos mafiosos invitándoles a entrar a una nueva familia, ellas pariendo luego los hijos de esos mafiosos y luego, al final, unas rejas. 

La diferencia estaba en la muerte. Unas llevaban preparándola demasiado tiempo, las otras no estaban listas. 

7. Cenizas
(Un mes y medio después de la masacre)

Frente a un centro comercial de Tegucigalpa me espera Ana. Aprisiona contra su pecho una cartera y mira a los lados, desconfiada. Sus hijas le han dicho que no hable con nadie, que puede ser peligroso, que no salga de casa. Pero ella no las escuchó. Cogió el bolso al que ahora se aferra y con gran determinación me llamó y me dijo: “Voy a hablar, don Juan. Voy a hablar porque lo que ha pasado ahí es injusto”. Es agosto de 2023. 

A su hija Yésika la mataron en la masacre del 20 de junio, aunque lo más probable es que ella no fuera uno de los objetivos de la matanza. Tenía ocho años de vivir en el penal, había sido testigo de la primera masacre en el 2020 y nunca la habían agredido ni amenazado. Se congregaba en una de las cuatro iglesias de la prisión y cuando la mataron estaba, junto con otras mujeres, preparando el culto evangélico diario. 

Ana estaba en su casa cuando dos de sus hijas le llamaron. Había fuego en la prisión donde estaba Yésika. Ana está mayor, le cuesta caminar y se desorienta en la calle, pero ese día no escuchó los ruegos de sus otras dos hijas y fue con ellas hasta el hospital público. Pensó que si su hija estaba herida la habrían llevado hasta ahí. Nunca pensó que estaría muerta. Se coló por entre los portones, la multitud casi la ahogó, pero logró llegar a la sala donde estaban las heridas de la prisión. 

“Ahí había como 40 mujeres, heridas de bala, yo fui cama por cama viendo, y les peguntaba. ‘No sabemos nada madre, me decían’”. 

Entró al área de cuidados intensivos forcejeando con los policías militares que custodiaban a las heridas. “Ahí estaban las graves, a mí no me importó, a todas les fui descubriendo la cara y nada. Ahí estaban ya para morirse varias, pero no mi hija”, dice Ana ya sin ninguna gana de esconder el llanto. 

Después se fue a la prisión junto con sus hijas. Ellas se colaron hasta el portón de la entrada, Ana se quedó atrás. Pero reconoció, entre el mar de gritos y lamentos, el llanto de sus hijas. Dice que una madre siempre va a reconocer ese sonido, así ruja el mundo con todas sus fuerzas. Llegó hasta ellas y al escuchar cómo lloraban supo que Yésika había sido asesinada. 

Ese día a las 11 de la noche, en la morgue, le pidieron que identificara el cuerpo de su hija a través de un vidrio. No le costó. Las balas fueron amables con Yésika. Hasta ella no llegó el fuego, ni la furia de las rocas, ni los machetes y punzones. Yésika murió de forma limpia, o menos sucia.  

Ana dice que el cuerpo de su hija sólo tenía costuras en el pecho, ella cree que en los lugares donde se hospedaron los tiros. Pero mientras la velaba el rostro de su hija se fue poniendo morado, de un morado intenso. Como si tuviese un tiro en la cabeza, como si protestara por tenerlo. 

El gobierno hondureño dio un estipendio de 50 mil lempiras (2,031 dólares americanos) a los familiares de las 46 muertas de Támara, que en el caso de Ana sirvió para pagar el sepelio. La cuenta que han pagado las mismas autoridades que decidieron ignorar las cartas de las víctimas y las amenazas de las asesinas, los informes que anunciaban muerte, la granada que dejaron pasar al penal tres días antes de la mayor masacre en una cárcel de mujeres de la historia, asciende a menos de 100,000 dólares. Y, si acaso fuera posible, a Yésika la humillaron incluso después de muerta: a Ana el gobierno solo le permitió enterrar a su hija en un cementerio destinado a la Mara Salvatrucha-13, ubicado en la capital.

Ana no quiere que me vaya sin mostrarme algo. Con sus manos artríticas y callosas agarra su teléfono y toca la pantalla hasta que encuentra lo que buscaba. Es una foto de su hija. Quiera que la vea viva. La foto fue tomada en la iglesia del penal. En ella Yesika sonríe y sostiene un cartel con la frase: “Soy libre”. 

Yésika, al menos, ya está enterrada. Ingrid y el resto de mujeres que murieron calcinadas aún no. El gobierno hondureño todavía no sabe qué resto entregar a cuál familia. El fuego las vistió a todas de un negro intenso y solo un examen de ADN podrá individualizarlas. 

Más de dos meses y medio después de la masacre el Estado Hondureño no ha ofrecido un listado oficial con los nombres de las fallecidas. Solo listas preliminares que han dado por muertas a vivas y por vivas a más de 10 asesinadas. Vilma González Aviña, el verdadero nombre de Mama, aún sigue en la lista preliminar que ha ofrecido el Instituto Nacional Penitenciario. Pregunté a algunos funcionarios de prisiones sobre los indicios que tenían para dar por muerta a Mama. Me respondieron que al ser una de las pocas emeeses reconocidas, daban por hecho que había sido uno de los primeros objetivos del Barrio 18. 

Ante la falta de información oficial, un grupo de activistas hondureñas de derechos humanos han elaborado una lista para que los nombres de estas mujeres no se pierdan o queden engavetados en una oficina estatal, o escondidos en el dolor de sus familias. Ha sido un trabajo de hormiga, hablando con familiares, custodios y con las pocas llamadas que algunas internas han hecho desde el interior de Támara. Este es el documento más preciso sobre la identidad de estas mujeres. La muerte ya ganó su partida, esta es su forma de que no gane también el olvido. 

Según este grupo de activistas estas son las mujeres que perdieron la vida en la gran masacre del 20 de junio de 2023 en una cárcel de Honduras conocida como Támara. 

  1. Yesika Yaneth Avila Barahona
  2. Lourdes Yamileth Osorto
  3. Ana Dilcia Aguirre Rivera
  4. Johana Elizabeth Midence Martínez
  5. Irma Aracely Velásquez Vásquez
  6. Vivian Melissa Juárez Fiallos
  7. Senia María Ocampos
  8. Diandra Mariel Andrade Zelaya
  9. Natalia Sarai Romero Ponce
  10. Rosa Nohemy Padilla García
  11. Yosselin Selena Espinal Osorto
  12. María Josefa Rodríguez
  13. Nancy Sarahy Flores Vásquez
  14. Estefany Elizabeth Flores Palada
  15. Estela Joselyn Barahona Grandez
  16. Hilsy Lideny Zambrano Zambrano
  17. Nora Elizabeth Lazo Jiménez
  18. Martha Mariela Contreras Chinchilla
  19. Claudia Patricia Baquedano
  20. Suami Mariela Rodríguez Santos
  21. Reina Karina Flores Moncada
  22. Norma Estela Mejía Mayen
  23. Paola Yamileth Henriquez Izcano

  1. Belinda Yamileth Henríquez Izcano
  2. Miriam Griselda García Ortega
  3. Fanny Yaneth García Ortega
  4. Maribel Euceda Brevé
  5. Karla Maribel Soriano Euceda
  6. Oneyda Aracely Zavala Euceda
  7. Joselin Margot Matute Santos
  8. Yeny Patricia López Castro
  9. Ingris Celeste Canales Motiño
  10. Sandra Maribel Hernández Martínez
  11. Elida Verónica Pavón Sánchez
  12. Ruth Yolanda Moreira Rodas
  13. Dania Jaqueline Cruz Reyes
  14. Greisy Yolany Santos
  15. Sirian Daniela García Henríquez
  16. Judith Ondina Rápalo Borjas
  17. María Feliciana Alemán Mejía
  18. Kimberly Isamar Ramos Ardón
  19. Kenia Nurieth Méndez Ponce
  20. Elsy Marian Cortés Rodas
  21. Sandra Xiomara Rodríguez
  22. Claudia Patricia Baquedano
  23. Litny Merary Herrera Girón

Autor

  • Juan Martínez d’Aubuisson

    Antropólogo sociocultural y cronista. Se ha enfocado desde 2008 en estudiar a las pandillas centroamericanas y la violencia social. Autor de los libros Ver, oir y callar y El Niño de Hollywood. Premio Ortega y Gasset 2024.

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